Desde Barcelona
UNO Ya está a punto de pasar y de ser pasado: quedan pocos días de agosto, los atardeceres en vacaciones comienzan a ser el crepúsculo de las vacaciones y, ugh, un año más en el que el redactor publicitario Rodríguez no consiguió convertirse en escritor literario. Tampoco es que lo haya intentado demasiado; aunque sí hay que reconocerle que lo pensó mucho. Escribir nada, pero dedicó muchas horas a fantasear con lo que escribiría y, después de todo, ¿no es eso a lo que se dedican los escritores?, se dice Rodríguez. ¿A pensar antes en lo que van a escribir después? El problema está en que, claro, los escritores piensan mucho en lo que van a escribir, también, segundos o minutos o días o años antes de ponerlo por escrito. Pero se ponen a ponerlo temprano o tarde. Y a Rodríguez le cuesta tanto sentarse a escribir. Y se pregunta si no será por eso que tantos escritores (Hemingway, Nabokov, Philip Roth) hacían lo suyo de parado. Aunque tal vez fuesen las hemorroides, piensa.
DOS Y se dice que esa es una buena idea a poner por escrito. Y pensando en eso está cuando se acuerda de que lo de las hemorroides no es una idea suya sino que lo leyó en un libro de ese escritor argentino con el que no deja de cruzarse y coincidir por las calles de Barcelona. Y es ahí cuando empiezan los problemas; porque, en más de una poco oportuna oportunidad, Rodríguez se ha sentido como bajo la mirada del tipo en cuestión. Como si este individuo lo estuviese leyendo fijo para luego redactarlo ligero y adjudicándole a él cosas que piensa. Y, en ocasiones, hasta injertándole fragmentos del libro que está escribiendo y donde su personaje tiene breves puntos en común con su autor pero extensas líneas de diferencias. Pero Rodríguez enseguida cambia de idea y prefiere pensar en cualquier otra cosa: porque nada le da más pudor y le produce mayor incomodidad que la idea de él como alguien que no pudo ser escritor y que, por lo tanto, decide sentirse personaje.
TRES Y ¿es ahora Rodríguez quien piensa o es apenas el muñeco de un ventrílocuo a larga distancia? Lo cierto es que Rodríguez siente que la cabeza se le llena de ideas. Rodríguez se pone a pensar (o es puesto a pensar) en que cada vez parece haber más escritores empeñados en la escritura de novelas cada vez más autobiográficas pero paradójicamente cada vez menos personales. Novelas que parecen muy preocupadas en no ser novelas, en estar más cerca de la no-ficción que de la ficción olvidando que la primera gran novela moderna tenía como protagonista a un anciano alucinado por las novelas de caballería pero que, finalmente, no sabía leerlas porque necesitaba creerlas verdaderas. Sí, ahora abundaban los escritores quijotescos y los sancho-lectores. Escritores que habían descubierto que lo que siempre habían querido ser era personajes. Ser dignos de ser escritos para felicidad de lectores que así los preferían porque decían sacarle más provecho a leer no-ficción antes que ficción. Lectores que sentían que la no-ficción novelada trabajaba para ellos mientras que, leyendo ficción “pura”, sentían que eran ellos los que trabajan para los escritores. Escritores que les producían, tal vez, la sensación de que el escritor les mentía o intentaba confundirlos. La no-ficción normalizaba la figura del escritor. Lo convertía en una especie de divulgador didáctico, en alguien creíble y con autoridad. Porque era más fácil identificarse con lo que, te aseguraban, era verdad. Suficientes mentiras tenían ya que escuchar en el trabajo, en los noticieros, en la familia, en sus cabezas. Así, los que escribían esas cosas quizás cumpliesen una función social: distraer con sus blues de los blues propios sin demasiadas complicaciones o experimentos. Porque se limitaban a contar sin importarles el cómo contarlo o en qué idioma o estilo. Pura catarsis y confesión y pose y publicidad de lo íntimo con rostros estirados por la congoja auto-ficticia. Algo parecido a la cirugía plástica. Un supuesto nuevo pero antiquísimo género que ahora olía mal y desconcertaba como ese alguien conocido a quien de pronto ya no se reconoce el todo por culpa y gracias a una nueva nariz a una boca rara a unos ojos que ya no pueden parpadear por culpa de tanto re-corte y re-confección. De pronto, piel del culo en la cara. Y lo más extraño de todo, pensaba y se preguntaba Rodríguez sin saber si era él quien lo pensaba y preguntaba: si sus vidas eran tan apasionantes, ¿cómo es que a nadie que no fuese ellos mismos se le ocurría escribir sobre ellas?
CUATRO En cualquier caso, en los últimos tiempos y hasta que alguien activase alguna nueva moda y modalidad, los lectores seguían a estos auto-autores con la bovina docilidad de turistas bajando de un autobús modelo Knausgård. Todos ellos encasquetados con auriculares de audio-guía y autoconvenciéndose en voz baja –como algunos frente a cuadros de Jackson Pollock o de Mark Rothko– con un “Hey, yo también podría hacer eso”. Todos ellos perteneciendo al tipo de espécimen que sólo lee libros “en serio” y “de verdad”. Y que no dudaba en creer que todo –incluido esto de aquí nomás– estaba based on a true story, que lo que pensaba un personaje era refleja y automáticamente lo que pensaba su creador. Y que, después de todo, su propia vida era también muy interesante; porque muchas de esas vidas que se publicaban no lo eran tanto, ¿o no? Así, círculo vicioso de enviciados que habían empezado exhibiéndose con la marihuana de las blandas redes sociales y enseguida pasaban a drogas más duras para poder creerse aquella bendita maldición china. Así, el opiáceo que hasta hace poco se acercaba en una reunión para comunicar que “mi historia sería un gran libro” ahora se ponía a escribirlo. Y solían ser libros cortos, fáciles de manejar. Siempre más narrados que escritos (habían cada vez más narradores y cada vez menos escritores) y con oraciones del tipo “Papá nos subió a todos al auto y condujo más rápido que de costumbre” o “Lo besé como nunca había besado a nadie” o “Giré sobre mis talones y le di la espalda”. Descripciones, instrucciones, situaciones. Y nadie era inmune. De pronto todos se sentían escritores, pensaba Rodríguez, al igual que en el Far West cualquiera salía a jugar al pistolero porque tenía un Colt. Y así muchos acababan con una bala entre los ojos en una polvorienta calle del más señalado de los mediodías o matando por accidente a uno que pasaba por ahí.
CINCO Y Rodríguez pensaba: eso les pasó por no haber leído antes la trilogía autobiográfica de Rachel Cusk. O la pentalogía de Edward St. Aubyn sobre su singular doble pero fielmente imaginado Patrick Melrose. O –porque no parecían muy interesados por leer antes de escribir– por no al menos haber visto la miniserie de esta última protagonizada por el portentoso Benedict Cumberbatch. Ese actor quien –como alguna vez lo hizo Peter O’Toole– nunca deja de ser él para convertirse en cualquiera, en todos. En Sherlock Holmes o en Alan Turing o en Doctor Strange o en Christopher Tietjens o en Khan o en Julian Assange o en All. Lo que, piensa Rodríguez, sucede con los mejores escritores y con las muy propias y personales ficciones que producen siempre distinguidas por un rasgo propio e inconfundible: el estilo de una prosa excelente y única. Porque de buscar y encontrar ese estilo trataba la obra cierta y vida real –la biografía y no la autobiografía– de los escritores de lo de auténticamente ficticio, ¿no?
Y (sin estar del todo seguro de que sea él quien piensa, pero sospechando que sí, que él ya es un resentido y un frustrado y un tan envidioso mal personaje que prefiere leerse desde afuera para así atenuar el dolor y el miedo de no tener nada que contar ni que contarse de sí mismo a sí mismo) Rodríguez se dice en que, tal vez, debería intentar poner todo lo anterior por escrito. Pero no: mejor esperar a leerlo mejor y mejor escrito por otro. Y es que faltan tan pocos días para septiembre. Y faltan tantos más para el próximo agosto cuando volverá a fantasear con convertirse en escritor. Y, ah, ya es la hora del vermut con pescaíto frito. Y, sí, esto es vida, vida interesante con todas sus letras.