Reynaldo es joven. Tendrá unos diecisiete años. Su bautismo criminal, más allá de los cuidados del hermano mayor, termina muy mal: saltando por los techos de las casas, escondiendo el botín en una terraza, siendo testigo de cómo sus dos compinches son apresados por la policía. Carlos Vargas, ex empleado de una empresa dedicada al transporte de caudales, ahora jubilado, lo atrapa y esposa en el patio de su casa. Pero no lo entrega; por el contrario, hay algo en la mirada del muchacho que lo empuja a esperar, a protegerlo, a darle –siguiendo el título de la película– una posible educación. La ópera prima del montajista y realizador mendocino Santiago Esteves –largometraje que fue depurado a partir de una miniserie, exhibida en la televisión hace tres años– abreva de manera directa en las fuentes del policial y el western. Pero La educación del Rey no es un simple ejercicio de estilo ni, mucho menos, un paseo por los calles de la nostalgia, cierta añoranza por tiempos más clásicos. Se trata de un potente y concentrado relato que camina sobre una cornisa entre mundos marginales, sin caer en los terrenos del moralismo, , el maniqueísmo social o el sensacionalismo. Y es, asimismo, la plataforma para un nuevo y preciso trabajo actoral de Germán de Silva (en un papel de filiaciones también clásicas) y del debutante Matías Encinas, en el rol central del aprendiz Reynaldo.

“Juan Manuel Bordón, coguionista de la película, trabajó durante un tiempo en la sección de policiales del diario Clarín y estuvo muy involucrado en el tema de las empresas privadas de seguridad. Toda esa zona gris, el lugar medio raro que ocupan, cómo es la gente que trabaja ahí”. Así detalla Esteves el origen del proyecto, una idea y un borrador de relato garabateados en 2014. Un año más tarde, la posibilidad de transformar ese germen narrativo –y posible cortometraje– en una miniserie vio la luz verde gracias a un concurso del Incaa del cual resultó ganador. “Fue todo muy rápido y creo que fueron en total cuatro meses, entre la preproducción, el rodaje y la edición. El resultado fue la miniserie, también llamada La educación del Rey; ocho capítulos de media hora de duración. Fue una paliza en todo sentido y al terminarla tenía dos grandes dudas. Por un lado, pensaba que no se iba a ver nunca. O muy poco, ya que el formato era medio raro (ahora ya no lo es tanto). Por otro lado, sentía que había filmado escenas que me gustaban mucho pero que se habían editado demasiado rápido, empobreciendo el resultado”.

–¿Cuándo surge la posibilidad de transformar esas casi cuatro horas en un largometraje de 90 minutos? ¿Fue muy complejo el proceso de montaje?

–En 2016 empecé un trabajo de reedición con la idea de sostener una mirada más cinematográfica, reencauzando los múltiples puntos de vista de la serie. Alterando la duración de los planos, eliminando subtramas. Pero eso generaba otros problemas narrativos, de dispersión, porque lo que quería era lograr un relato potente, con una temporalidad breve. Que funcionara como una piña. Ese armado terminó durando una hora y ahí surgió la necesidad de filmar nuevas escenas que funcionaran como nexos. Además, apareció la idea de filmar un nuevo final, más contundente, que cerrara la historia durante la misma noche de los eventos finales. Todo eso se pudo hacer finalmente gracias a la ayuda de Cine en construcción, la iniciativa del Festival de San Sebastián pensada para apoyar la finalización de películas latinoamericanas. De alguna manera, la película y miniserie paralela que me dieron la pauta de que eso era posible en términos dramáticos fue Carlos, de Olivier Assayas. En una entrevista él decía que la historia es la misma en las dos versiones, pero que el contexto es distinto. En el caso de La educación…, la serie transita mucho más la idea de “adopción” familiar del protagonista, por poner un ejemplo de las posibles diferencias.

–¿La idea de tomar algunos de los códigos del western estuvo presente desde un principio?

–Absolutamente. El paisaje mismo invitó al western. Queríamos filmar sí o sí en Mendoza y la forma de mantener ocultos a estos personajes, con una ciudad entera que está buscando al pibe, era utilizar esa precordillera medio desértica que rodea a Mendoza capital. Eso ya estaba en las primeras versiones del guion y un poco tiñeron toda la película. Después están los personajes, desde luego. El de Germán de Silva está construido por la historia del cine más que por nosotros. Lo que teníamos muy claro era que debía tener un cierto pasado con detalles algo turbios. Y las escenas de aprendizaje fueron muy fáciles de escribir, por toda esa tradición existente. Todo se reducía a encontrar a alguien como Germán, que, más allá de su capacidad actoral, tiene una impronta muy poderosa. Él llegó al rodaje y se puso la camiseta en un instante, confiábamos plenamente en él. Pasó algo tremendo, que es que tuvo una alergia importante durante la filmación y no podía dormir de noche. Moqueaba todo el tiempo. Pero en las tomas el tipo era implacable: entre el “acción” y el “corte” uno no podía imaginar que estaba sin dormir. Y es una película que depende en una medida importante de las actuaciones.

–¿Qué otras influencias marcaron la senda a la hora de escribir la historia?

–Fue muy importante volver a ver El Karate Kid, cuya relación maestro-alumno todo el mundo solía mencionar. Es casi una cosa generacional. Esa película se centra en el personaje de Daniel y recién a la media hora aparece el señor Miyagi y, justamente, decidimos cambiar el montaje paralelo original de la serie por algo similar. Algo que terminó proveyendo una suerte de misterio alrededor del personaje de De Silva. No sé cuántos directores que estudiaron en la FUC quisieran admitir una influencia como la de El Karate Kid, pero no puedo mentir: es una película que corre en la sangre. Como dijo Lucrecia Martel alguna vez, las influencias no se eligen.

–¿Cómo hallaron al coprotagonista, Matías Encinas, quien nunca había actuado frente a una cámara?

–Sabíamos que queríamos a un chico mendocino y que iba a ser difícil hallar a alguien que pudiera cargarse el personaje sobre los hombros. No quisimos hacer un casting abierto y fue una suerte que el asistente de dirección encontrara a Matías en un taller de actuación. Fue incorporando cosas desde el día cero, con un gran nivel de concentración, y de alguna manera se fue convirtiendo en un actor durante el proceso de rodaje. Hay algo en su fisonomía, pero también en su espíritu, una cierta calma, un laconismo, que lo vuelve casi melvilliano.

–El estreno reciente de El Angel, la película de Luis Ortega, volvió a generar algunas discusiones sobre la representación del criminal en el cine. ¿Cuál es su postura al respecto en relación a La educación del Rey?

–La película está pensada en los términos del cine clásico, algo que empecé a entender cabalmente después de terminarla. Los géneros o ciertas tradiciones cinematográficas no son para mí un tema menor, hay allí una creencia en ciertos valores cinematográficos. La educación que Carlos le puede dar al Rey es la que conoce, no podría darle una humanista. Lo que intenta es darle un par de herramientas para que salga un poco mejor parado en el contexto en el que está metido. Supongo que en nuestro país hay un poco de hipocresía en cuanto a cómo se cree que vive otra gente. Me parece que el de Reynaldo es un mundo con el que convivimos, sólo que existe esta idea de un país progre, intelectual, con ciertos valores. Pero en realidad el país, sobre todo en las provincias, es también otra cosa. El descontrol de las fuerzas de seguridad, por ejemplo, es mucho más fuerte. Hay cierto nivel de negación, supongo. Con la película aspiramos a que la realidad fuera un referente para un relato clásico.