El pasado domingo 12 de agosto fue el cumpleaños 42 –en ausencia–, de Clara Anahí Mariani. Un manojo de globos de colores fue lanzado al cielo y cada uno de ellos tenía atado en el cabo del piolín que lo sostenía una tarjeta con los datos adonde podía dirigirse alguien si tuviera información para brindar sobre su paradero. Sí, a la manera de una botella lanzada al mar, 42 globos, uno por año.
Chicha guardó durante todo este tiempo los regalos que fue acumulando en cada aniversario, que atesoran recuerdos imborrables. Y que esperan, pacientemente, como ella lo hizo hasta ayer, por su nietaqueridadesaparecida. Decenas de muñecas, de distinta procedencia, fotos, documentos, una historia en imágenes y la elocuencia de objetos que hablan a través de la lucha de quien los custodió celosamente. Y en la vieja Olivetti de Chicha quedaron así deletreadas las cartas escritas una y otra vez, formateadas en infinitas denuncias, reclamos, búsquedas sin fin.
Guardó en su alma y en su historia, el alma y la historia de sus seres queridos. Y así eternizó la vida de ellos expresada en actos imborrables como las cajitas con miniaturas en las que amorosamente Diana dejaba mensajes a Daniel, cada mañana, antes de irse a trabajar.
Hasta que, en una oscura tarde de noviembre, las sombras del terror cayeron sobre la casa de la calle 30, la casa de Daniel, de Diana y de Clara Anahí, y atropellaron cobardemente, con sus bombas y sus balas, la vida. Fue el estallido de la tragedia. Dicen que fue el ataque más estruendoso y violento de los que la historia de la ciudad de La Plata guarda en su memoria.
Quienes allí estaban son recordados también cada año en esas ceremonias que restituyen sus nombres en cada grito de presente, al viento, como los globos de colores, para reivindicar la impronta de aquella generación que entendió que una sociedad que no garantizaba que todos sus miembros pudieran tener acceso cabal al ejercicio de los derechos al que todos los seres humanos debieran acceder; una sociedad que priorizaba el privilegio de unos pocos en desmedro de la gran mayoría; una sociedad que no protegía a sus niños, que no velaba por el bienestar de sus jóvenes, que no procuraba el trabajo a su gente y no garantizaba una vida digna a sus mayores; era profundamente injusta.
Y ellos, los que habitaron esa casa, al igual que muchos otros que compartieron sus ideales, decidieron no ser indiferentes. Decidieron comprometerse con una causa a favor de los más necesitados. Decidieron en pos del sujeto inmerso en una práctica colectiva.
Muchas mariposas sobrevuelan en cada acto el cumpleaños en ausencia de Clara Anahí. Según una leyenda azteca, cuando un guerrero muere, su alma se convierte en mariposa para acompañar a los que siguen luchando.
Los habitantes de esta casa, al igual que muchos otros, amaban a su gente. Amaban a sus hijos, amaban su lucha. Y amaban la vida. Y cada uno de ellos la vio tempranamente truncada por la inescrupulosidad del terror.
Y en ese ataque infame se llevaron a Clara Anahí. Y Chicha, esa abuela incansable que la cuidaba, que tejía su ropa, que saludaba sus logros, que festejaba su alegría, se convirtió en otra abuela incansable que ya nunca iba a ser la misma. Y salió a buscar. Con el grito que surge de las entrañas y con la convicción que sólo garantizan las causas nobles.
–¿Le dijiste que no veo? –le preguntó a quien nos acompañaba aquel día en que nos encontramos en su casa.
Y yo me sigo interrogando sobre la mirada de Chicha, frente a la ceguera del silencio, de la incomprensión y de la ignominia.
Son ojos que vieron en el tiempo, son ojos que señalaron con su mirada intensa el camino de la tenacidad y el afecto.
Chicha tuvo la serenidad del que se acostumbró activamente a esperar. Siguió tejiendo a la manera de Penélope, destejiendo a la noche para poder seguir esperando. Y tuvo también la esperanza y la de-sesperanza del que espera aquello que quiere y que le fue injustamente arrebatado.
Todos hemos reconstruido –y lo seguimos haciendo– ésta, nuestra historia. Vamos acumulando, juntando, armando trozos de información como quien arma un rompecabezas. Pero literal y simbólicamente a ciegas. Con los ojos vendados. Y fuimos construyendo nuestras verdades y fuimos construyendo y reconstruyendo nuestras historias, con el paso del tiempo, con el terror de una sociedad diezmada y con el silencio cómplice y cobarde de los dueños de la sinrazón.
Las razones que motivaron a aquella generación desinteresada, a esa juventud generosa, no perdieron su vigencia. Por eso la lucha de las abuelas, de las madres, de los organismos y de todas aquellas personas de bien, reivindica ese compromiso.
Las abuelas inspiran un profundo respeto. Chicha inspira un profundo respeto. La casa de la calle 30 inspira un profundo respeto. Y sus habitantes. Y también Clara Anahí. Respeto su derecho a la identidad. El derecho a portar su nombre. Respeto el profundo amor que le profesó su familia. Y el derecho –que irreparablemente le fue arrebatado– a disfrutar y crecer en medio de ese afecto. Y a reencontrarse con su familia de origen.
Mientras tanto, la casa también pareciera esperar. Paciente y activamente, como esperaba Chicha. Siendo un testigo lleno de historia y siendo testimonio del horror, del genocidio, tamaño crimen que ya nadie debería atreverse a negar.
“Aquí se resistió por la libertad, la dignidad y la justicia”, dice un cartel en el frente. Esa casa que es hoy el testimonio vivo de la muerte supo ser una casa llena de vitalidad. La Casa de la Imprenta, que imprimía motivos a lo cotidiano. “Hable bajo, pero hable, no se calle”, convocaba la consigna que salía de los fondos. Es una casa de paredes agujereadas y rotas, como quedó el alma de todos los que fueron lastimados. Tal vez lloren y rían allí palomas y conejos.
La Casa de Clara Anahí sigue esperando su regreso y sigue invitando a la gente a saber. “Lo peor que le puede pasar a uno es no saber”, reflexionaba Chicha aquel día. Hoy Chicha se nos fue, pero quizás nos sobrevuele con su alma de abuela guerrera convertida en mariposa y siga buscando en nosotros.
Para darte a vos Clara Anahí esos abrazos tejidos y abrigados el día que puedas, finalmente, reencontrarte con tu historia.