Aunque pueda sonar ligeramente kolla, Kékszakállú es como se dice Barba Azul en húngaro. A kékszakállú herceg vára es el título original de El castillo del duque de Barba Azul, la única ópera compuesta por Béla Bartók, a partir de un libreto curiosamente escrito por Béla Balázs, uno de los primeros teóricos del cine. El argentino Gastón Solnicki, autor de los notables documentales Süden (2008) y Papirosen (2011), dice haberse inspirado en la “atmósfera musical y política” de esa ópera para su primera película de ficción, que manteniendo su costumbre de no titular jamás en castellano llamó Kékszakállú. De acuerdo a sus declaraciones, la inspiración a la que Solnicki se refiere, lejos de pasar por lo temático, tendría que ver con una cierta ética o política artística evidenciada por Bartók en aquella ocasión, cuando durante un largo período recogió sonidos folklóricos por todo el este europeo, sin saber bien qué destino darles. Algo semejante habría hecho Solnicki aquí, recogiendo imágenes en lugar de sonidos, en compañía de un equipo de cine que ignoraba qué harían con aquello. Exhibida en la sección Orizzonti del Festival de Venecia (donde obtuvo el Premio de la Crítica) y próxima a hacerlo en el de Rotterdam, el opus 3 de Solnicki puede verse a partir de hoy en Buenos Aires.
Teniendo en cuenta no sólo la fuente de inspiración de la impronunciable Kékszakállú sino las intrusiones de la ópera de Bartók (tres, si el cronista no contó mal) y la importancia que la música tiene en general para el realizador, puede decirse que su primer film de ficción se despliega en tres movimientos. El primero y el último tienen lugar en Punta del Este, el del medio en Buenos Aires. En el primero hay niños y adolescentes en vacaciones, en el medio reaparecen algunas de las adolescentes del movimiento inicial y en el tercero, básicamente, la chica que en el fragmento central asume un carácter (casi) protagónico. A lo largo de toda la película, que es breve, el carácter observacional de cada plano deja ver el antecedente del realizador en el documental, y se nota que Solnicki “encontró” la forma final en la isla de edición. Kékszakállú es, con la excepción señalada, un relato hecho de personajes de una sola toma. Si es que puede llamarse personajes a quienes aparecen en una sola toma.
Habituado a aferrarse, en el cine y en la vida, a las cosas y la gente, es muy posible que el espectador espere algo más del chico que abotona mal su camisa, la adolescente de rostro melancólico, la chica más chica que no parece estar pasándola muy bien en sus vacaciones. Nada de eso sucederá, pero sí otra cosa. Como el técnico de un equipo de lujo, Solnicki se permitió tener como directores de fotografía a quienes posiblemente sean los más exquisitos del cine argentino actual. Diego Poleri tuvo a su cargo las partes de Punta del Este, mientras que Fernando Lockett hizo lo propio con las de Buenos Aires. Son tan buenos Poleri y Lockett que “hacen hablar” a los personajes en los planos cortos y a los espacios en los largos, cubriendo así, desde la fotografía, lo que el método elegido se resiste a convertir en drama.
Las películas previas muestran, sin embargo, que la elocuencia del plano es la gran virtud cinematográfica de Solnicki. Aquí la cámara se conecta no sólo con la mirada de sus personajes o sujetos, sino que convierte a los espacios en personajes. Hasta el punto de hacer de la soñada Punta del Este algo parecido a un campo de concentración en vacaciones. Muestra a los chicos atrapados en enormes lobbys, y sobre todo, en uno de los planos más impresionantes de la película, hace del frente de un edificio vacacional algo llamativamente parecido a una prisión de máxima seguridad. El otro gran plano es el penúltimo, en el que en medio de la noche cerrada se divisan, desde muy lejos, los faros tenues del auto que de acuerdo a la ilusión del cine traslada a un personaje de la película. De pronto, como un buque fantasma, en medio de la bahía asoman muy quedamente las luces de un navío, que va tomando forma.
En el “episodio porteño” aparece lo más parecido a un personaje que Kékszakállú tiene para mostrar. Se trata de Laila, una chica rubia de unos veintipico que no sabe qué hacer con su vida. Una inscripción en Arquitectura, una prueba como operaria en la fábrica del padre (a quien le reconoce que vive con él porque no tiene plata para irse de la casa), chocacoches en una playa de estacionamiento con un montón de espacio para maniobrar. Guiada por su peso dramático, la cámara la sigue con una persistencia a la que las otras presencias no incitan. Sucede que la chica que hace de Laila es actriz profesional. En otras palabras, en todo lo que tiene que ver con ella y su personaje, Kékszakállú dejó de lado aquél método de construcción alla Bartók, que presuntamente era la razón de ser del proyecto. Discordancias, seguramente indeseadas, entre la teoría y la práctica.