¿Qué ocurre inmediatamente antes y después de tomar una fotografía, de congelar un instante de la realidad?, se pregunta indirectamente Abbas Kiarostami al comienzo de su último proyecto, cuyo estreno mundial se produjo de manera póstuma en el Festival de Cannes, casi un año después de su muerte, en julio de 2016. Para el mayor cineasta jamás surgido de tierras iraníes y uno de los más grandes realizadores internacionales de las últimas cuatro décadas, la pregunta se asemeja no tanto a un intríngulis filosófico (como tantos otros que atravesaron una parte de su filmografía) como una excusa formal, con algo de lúdico, para dejar volar la imaginación sin perder de vista el rigor creativo. El resultado, 24 cuadros, se suma a la porción de la obra audiovisual de Kiarostami más cercana a la idea de experimentación –de la cual forman parte títulos como Shirin, Ten y Five– para ensayar una investigación sobre la imagen en movimiento y las posibilidades infinitas (desde lo macro a lo micro) del concepto de narración, poniendo en tensión la idea del espectador como sujeto pasivo de un evento/espectáculo que se desarrolla frente a sus ojos.
Quizás Five, con sus cinco planos fijos de playas, lagunas y sus inquietos habitantes –amorosamente dedicados a Yasujiro Ozu–, sea el antecedente más directo de 24 Frames. Al mismo tiempo, el parentesco de aquel film con la obra de realizadores como James Benning desaparece en gran medida: aquí, la manipulación digital de las imágenes es tan relevante como la idea de captura. Ya el primero de los cuadros –que, como los veintitrés restantes, tendrá una duración exacta de cuatro minutos y medio– parte de un doble registro: el que la cámara de cine hace de una de las más famosas pinturas de Brueghel el Viejo. A partir de allí, la magia de los efectos visuales hace aparecer humo de las chimeneas, al tiempo que un pájaro cruza el cielo y un perro comienza a corretear sobre la nieve. La banda de sonido acompaña: viento, ladridos, graznidos. La nieve o la lluvia serán testigos y protagonistas de la mayoría de los segmentos (o, si se quiere, mini películas). En la número 2, por caso, un grupo de caballos trota y luego pasta tranquilamente sobre la superficie de un desierto blanco, mientras un tango de Canaro se escucha en la banda sonora. ¿Recuerdos del paso de Kiarostami por la Argentina, allá por 1998, cuando fue jurado del Festival de Mar del Plata?
En ciertos casos, la contemplación le cede el lugar al desarrollo de una historia con giro inesperado y remate: los cazadores de la nieve del pintor holandés parecen haberse trasladado a otro de los cuadros, dándole caza y muerte a un ciervo. En otros, la observación de las más mínimas alteraciones de la imagen –las ramas de un arbolito mecidas por el viento, los giros y sacudones de un pájaro posado en un alféizar– habilitan la posibilidad de la ensoñación, al mismo tiempo homenaje al cine más primitivo (el de los hermanos Lumière, el de la era las moving pictures, las “fotografías en movimiento”) y, por vía de la manipulación en la posproducción, juego de creación moderno. El único segmento en el cual los seres humanos tienen una activa participación en cuadro presenta de manera transparente la idea de universos de imágenes, ligados por la observación de alguien que, a su vez, en contemplado: seis personas, inmovilizadas por la tecnología, observan una ¿fotografía? de la Torre Eiffel, mientras un grupo de transeúntes pasa delante de la cámara de Kiarostami, mirando hacia un lado y hacia el otro. El espectador, a su vez, observa esas diversas capas, mientras un preciso proceso de iluminación y contraste altera las tonalidades, transformando el día en noche y el aire limpio en nevada.
Frame es cuadro, fotograma, pero también marco. En varios de los segmentos las puertas, ventanas, verandas y verjas hacen las veces de límite visual de una pantalla imaginaria. En el último cuadro, ese marco es doble: el del ventanal que deja ver los árboles sacudidos por un fuerte viento y el de una computadora que, cuadro a cuadro, revela el final de un film del Hollywood de la era dorada, un beso apasionado y el cartel de The End, el cine clásico y la experimentación reconciliados. Como en Primer plano, la representación y la realidad se confunden y disuelven. Algunos cuadros antes, a una distancia que los deja reducidos a un tamaño minúsculo, un grupo de pelícanos se roba mutuamente un sitio de privilegio en alguno de los cuatro palos enterrados en el arena. Una lejanía visual similar a la de los enamorados de A través de los olivos, cuyo plano-secuencia final se transformó es una de las escenas más célebres en toda la obra del director iraní. Por momentos, la belleza del cine de Kiarostami resulta inconmensurable.