Varias películas recientes reflejan, desde el género policial, el declinante estado de la Argentina contemporánea. Esta en la que el descenso de la clase media en la pirámide social hace que sus zonas lindantes con los sectores más pauperizados se vayan haciendo porosas al delito. Así sucedía en Mauro (H. Rosselli, 2014), El otro hermano (A. Caetano, 2017), El aprendiz (T. de Leone, 2017) y Barrefondo (L. Colás, 2018). Así como, por supuesto, en la serie Un gallo para Esculapio (B. Stagnaro, 2017/2018), cuya segunda temporada está al caer. Incluso, curiosamente (o no), los más recientes policiales “históricos” hacen eje en famosos fuera-de-la-ley pertenecientes a la clase media-media, esa que no se roza con la clase baja. Allí están, para probarlo, El clan, la miniserie Historia de un clan y el éxito actual de cartelera, El ángel. Opera prima del realizador mendocino Santiago Esteves (1983), La educación del rey aporta a esta veta una necesaria puesta al día desde el mal llamado “interior” del país, que desde Mendoza vuelve a demostrar, como sucedió en su momento con el cine rosarino y cordobés, su estado de maduración técnica, narrativa y estética.
Como en toda esta serie y de acuerdo tanto al escaso poder adquisitivo como a lo reciente de la caída económica, los protagonistas no son profesionales del delito sino improvisados, recienvenidos, amateurs. El precedente de todas estas películas son los muchachos de Pizza, birra, faso, oportunistas del choreo que no contaban ni con un arsenal más o menos decente. Aquí, un flaco viene con un dato y se lo pasa a dos hermanos. Entre los tres encaran la escribanía en cuestión, uno da con el botín y se lo lleva. Los otros caen. ¿Cómo se enteró la policía del robo? Otro dato en común de esta serie: como es obvio, los policías no son angelitos de Dios. Estamos en la Argentina post dictadura. De aquí en más la acción se centra en esos tres focos de atención: el pibe que se llevó la plata, sus dos cómplices en cana y los malditos policías que les andan atrás. Hay un cuarto eje, el de la incorporación a una familia, producto del más puro azar, del pibe que logró concretar el robo, y su “adopción” figurada por parte del pater familiae, que ve en él a un segundo hijo.
Como aclara Esteves en la entrevista publicada en la edición de ayer de PáginaI12, La educación del Rey surge de una miniserie titulada del mismo modo, que salió al aire por la televisión provincial unos años atrás. En la serie, la relación entre el pibe, Reynaldo, y su padre sustituto, Carlos, era central. De allí el título, con el juego de palabras referido al nombre apocopado del protagonista. Aquí el tema no deja de tener peso, aunque ese peso tal vez esté más repartido que en la serie, con las dos historias paralelas. Como bien señala en esa entrevista el colega Diego Brodersen, hay fuertes elementos de western en la película de Esteves. El paisaje –llano, abierto, seco, con montañas al fondo–, los personajes (el forastero que llega al pueblo, el joven inexperto, el “pistolero” veterano que lo toma a su cargo), los decorados (la granja en la que vive el amigo del “pistolero”, la locación del final, que parece un rancho o corral abandonado), y hasta el duelo final.
Hay ciertos desplazamientos, claro. Las comillas obedecen a que en verdad el personaje que interpreta el siempre perfecto Germán de Silva (decididamente, uno de los tres o cuatro mejores actores argentinos en actividad) no es un pistolero sino algo más peculiar: un ex transportador de caudales, que como tal andaba calzado. Y conserva su arma guardada en un cajón. A su vez el western se cruza con el cine negro: la oscuridad misma de algunas locaciones (notoriamente la del final), el motivo del robo en banda (también un tropos del western, desde ya, pero más trabajado en el film noir), el botín oculto, las disputas para su reparto y obviamente toda la participación policial en la historia. Esto no funcionaría si no tuviera el tono adecuado, y La educación del Rey lo tiene. Seca, concisa, fáctica, carente de todo psicologismo, con una música usada en cuentagotas, la película de Esteves tiene un protagonista adecuadamente hierático (el debutante Matías Encinas), un flashback perfectamente innecesario, cuando Reynaldo recuerda el tiroteo en el que viene de participar, una ausencia demasiado en función de la relación central (el hijo de Carlos, que no se sabe por qué desaparece de escena) y un momento incomprensible, cuando un tipo al que un chofer está amenazando se mete en el baúl él solo, sin que el otro diga nada.