El asunto del doble es uno de los más explotados desde siempre por las artes narrativas. Los ejemplos van de la mitología antigua hasta, por supuesto, el cine. Dentro de este tema existe una subcategoría en la que un personaje, a partir de los motivos más diversos, intenta o termina ocupando el lugar de otro. Es sobre ese terreno que el director israelí Ofir Raul Graizer construye el relato de su ópera prima, El repostero de Berlín. A partir de los tiempos y los recursos con los que suele identificarse al llamado cine independiente, más preocupado por generar una sensación de realismo y explotar los paisajes emocionales más que la acción en el sentido clásico, el film cuenta una historia de dolores paralelos que al cruzarse tal vez consigan alcanzar algo parecido a la redención de culpas autoimpuestas.
El repostero del título es Thomas, un joven berlinés que maneja su propio café especializado en repostería en algún rincón encantador de Berlín. Hasta ahí llega Oren, un empresario israelí con el que empezará un romance. Pero resulta que Oren tiene una mujer y un hijo, una familia que lo espera en Jerusalem, y a Thomas no le queda más que conformarse con verlo una vez por mes y ocupar así el lugar de un otro clandestino. La película no pierde tiempo y apenas le dedica poco menos de quince minutos a la construcción del vínculo amoroso entre los dos hombres. Suficientes para dejar claro que Oren no piensa dejar a su familia; que esto provoca celos en Thomas, aunque los mantenga más o menos ocultos tras una máscara de frialdad; y que la figura de Anat, la mujer de Oren, va adquiriendo una dimensión fantasmal que comienza a habitar entre ellos.
Pero una mañana Oren parte hacia Jerusalem, deja de responder los mensajes y ya no regresa a Berlín. Thomas se enterará varios meses después, a través de la empresa para la que Oren trabajaba, que aquel sufrió un accidente mortal en su ciudad. Conmovido, Thomas decide viajar a Israel. La película se sirve y saca ventaja de algunos lugares comunes, construyendo a su protagonista a partir de la sequedad emotiva con que se suele simplificar el carácter de los alemanes. El recurso es utilizado para convertir a Thomas en un indescifrable laberinto emocional. Eso es lo que es cuando se ofrece para trabajar en el café de Anat, sin revelar jamás a la viuda de su amante el vínculo que lo unía con este. De ese modo, lentamente, Thomas comienza a tener acceso a los rincones que Oren dejó vacíos en la vida de los demás y de forma casi natural se va acomodando en ellos.
El repostero de Berlín guarda algunas similitudes argumentales con Frantz, el film de 2016 del francés François Ozon. En aquella un joven parisino se presentaba ante una familia alemana como amigo de su hijo, un soldado muerto durante la Primera Guerra Mundial. De a poco y no sin culpa, el chico va tomando el lugar del otro, hasta revelar una verdad que aun estando oculta el relato permitía entrever. Así como en la película de Ozon la rivalidad franco-germana hacía más complejo y profundo aquel juego de ocultamientos y emociones en carne viva, acá es la clásica oposición entre lo alemán y lo hebreo lo que vuelve más áspero y al mismo tiempo más conmovedor el contacto entre Thomas y la familia del muerto. Otro lugar común que Graizer maneja con solvencia. Y si el director francés conseguía construir un sólido melodrama a partir de una atmósfera de tragedia romántica clásica, el israelí se sirve de la distancia emocional de la vida en el siglo XXI para darle forma a este drama íntimo y seco. Desde ese lugar tal vez les brinde a sus heridos protagonistas, siempre con mesura, una generosa segunda oportunidad.