Hay un título que le falta. Lo tiene entre ceja y ceja. Casi contra las cuerdas. Y no se le puede escapar. El Gordo Domínguez tiene una asignatura pendiente y está a un paso de coronarse. Ojo, no es que quiera regresar al ring otra vez, eso ya lo hizo en 2013, cuando volvió luego de seis años de retiro. Entonces, en 24 meses, ganó seis peleas en fila y pintaba para recuperar el título argentino pesado a los 44 años, pero no pudo. Un corte en su ceja derecha contra Matías Vidondo le bañó de sangre el rostro y chau sueño. Como si se hubiese tratado de un aviso de la naturaleza, la que es "más sabia de lo que se cree", según patentó Mickey Goldmill, el histórico ficticio entrenador de Rocky Balboa. El Toro ya estaba viejo y se cortaba fácil. Así de simple. Por eso, suturó y puso punto seguido y después punto final. Con una mueca de resignación, hizo una pelea más en 2015 y colgó los guantes definitivamente. Tras aquello, se dedicó de lleno a lo suyo: seguir entrenando boxeadores con un empuje arrollador.
Siguió Domínguez dando cátedra en su gimnasio de Atlanta Boxing Club, enclavado debajo de las tribunas de la cancha del Bohemio, en la empedrada calle Humboldt. Eso porque pensaba que la única manera de sublimar el fuego interior era preparando a otros guerreros. Tantos años boxeando le habían dotado de saberes impresionantes para los aprendices y no tanto. Saber cómo usar una guardia cruzada al mejor estilo Foreman. Conocer cómo dibujar un gancho con el gesto de lanzar a los bolos. Entender cómo caminar con las piernas atadas por una soga. Pero cada vez que retornaba a su hogar de Ramos Mejía, el Gordo sentía un vacío enorme. El tipo había sido campeón mundial crucero del Consejo de Boxeo (CMB) de 1995 a 1998, pero sentía que esa gloria no le servía para nada y menos para sobrevivir en esta jungla porteña. Justo él, que había saboreado las mieles del éxito como pocos, empezaba a sentir hambre.
Fue así que se propuso dejar de ser un ex, para reinventar su vida y llenarla de presente continuo. La gloria le había exigido un encierro de veintipico de años entre sudores, rigores y hedores de los gimnasios porteños. Era hora de salir de esa entrañable caverna, que todo le había dado y animarse a vivir otra realidad: la vida del mundo exterior donde todos se pelean con todos y donde no hay equivalencias de peso. Con la ayuda de esposa, Nancy, redactó y editó un libro de puño y letra, para repasar sus memorias deportivas. “Así fuimos campeones”, lo tituló. Lo presentó en 2011. Y esa fue la semilla, el antecedente que le dio la pauta de algo: era capaz de sentarse a escribir. Luego, empezó a dictar conferencias deportivas, a lo largo del país, para empezar a ganar confianza como orador, y enriquecerse así con experiencias propias y ajenas. Más luego aún, aceptó un cargo que le ofreció la Secretaría de Deporte, para impulsar el desarrollo de escuelas deportivas.
Ahora tiene un nuevo desafío: conseguir -este fin de mes- el título que tanto desea, el de secundario de adultos, ese que le había prometido a su familia. Domínguez entendió que era momento de empezar a cumplir promesas que había escondido debajo de la lona. Y empezó a estudiar; a pelearse con los libros y con los autores de los mismos; a escuchar clases de filosofía, literatura y matemáticas; y a preparar durante horas y horas un examen y así saltar el siguiente peldaño. Hoy está a tres materias de conseguir lo que le faltaba: el título de bachillerato. Y ya avisa que, una vez recibido, va a seguir dando batalla en las casas de estudio. Porque su sueño es ser un gran entrenador. Sacar un campeón mundial. Pero sabe muy bien que nadie puede formar sin estar bien formado. Lo dice con una voz bonachona y una nobleza bien propia de los que trabajaron en el ring: “Empecé a estudiar por los impulsos míos y de mi entorno, empujado por los demás. Por ejemplo, los chicos (Julián y Melina) me han ayudado mucho en la forma de estudiar, porque los tiempos cambiaron, la matemática que yo tenía, nada tiene que ver con la que se enseña ahora, ja. Empecé cursando una materia por mes, iba haciendo dos trabajos prácticos por asignatura y rindiendo sus respectivos finales. Así llegué hasta donde estoy hoy, en la recta final. El 27 y 30 rindo las últimas tres materias y me recibo. La verdad, es una alegría que me llega a los 48 pirulos. No lo hubiera imaginado”, comenta Domínguez, quien está cursando en el Instituto Superior Mariano Moreno, de Ramos Mejía.
La charla va y viene hasta que desemboca en un punto en cuestión: ¿Qué razones lo llevaron a abandonar el secundario? La exigencia del deporte de los puños es una de ellas, claro. En parte sí. Pero antes también hubo otro detonante. “Cuando era pibe dejé la escuela porque me hacían bullying. Yo hice la mitad de primer año y me iba bien, pero me pudrió una situación que viví en el colegio y abandoné. Un flaco me había tomado de punto, me jodía. Yo cursaba taller industrial y éste pibe me cacheteaba de atrás, me molestaba. No me dejaba tranquilo. Hasta que llegó un día que le di el aviso. '¿Por qué no me dejás de molestar? No te pego porque estoy en la escuela. ¿Vos te reís? Más vale que empieces a correr, yo sé lo que te lo digo...'. Y le revoleé con la cabeza de un martillo que estábamos fabricando en el taller. Le partí el marote. Y el profesor me castigó duro: '¿Vos estás loco, Domínguez? Elegí, ¿qué querés hacer? ¿Te echo del instituto o te quedás mirando el matafuegos todas las clases?'. Fui una clase más y después abandoné”, relata Domínguez sobre este insólito desenlace de su carrera estudiantil en el colegio San Juan Bautista de Florencio Varela. Asimismo, lo que conspiró con sus deseos de culminar los estudios fue el hecho de que sus padres se estaban separando y él vivía un día con su abuela y otro con su tía.
Además de haber completado una notoria carrera como boxeador profesional con 48 victorias (25 de ellas por nocaut), 8 derrotas, y un empate, Domínguez realizó cursos de psicología del deporte y de preparación física, al tiempo que fue ayudante de Horacio Anselmi, el ex preparador físico de Los Pumas y ex director de alto rendimiento en la Secretaría de Deporte de la Nación. “Siempre intenté perfeccionarme en la medida de lo posible, también hice el curso de entrenador de boxeo de la mano de Amilcar Brusa. Pero tenía una espina clavada que ya me estoy por sacar. No terminé ni retomé el secundario en mi etapa de boxeador porque viajaba mucho. Ahora estoy tranquilo, mis hijos ya están grandes y si bien tengo compromisos laborales, me da el tiempo para ir a cursar”, agrega. Y remata sin vueltas; “¿Si soy un ejemplo? No lo sé. Eso sí, no estoy de acuerdo con eso de que me sacaron de mi zona de confort. ¿Quién te dice que esta no es mi zona de confort y tal vez yo no tuve oportunidad de explorarla? Te digo más, termino el secundario para poder estudiar luego un terciario. Todavía no sé bien qué cosa. Pero me gusta la historia, debe ser hereditario porque mi hermano hizo el profesorado”.
Lo más cercano que había estado el Gordo de seguir una vida en un mundo de libros había sido cuando trabajó en la editorial porteña Mariano Más. Fue a principios de los noventa. Ni siquiera había debutado como profesional, por eso, él se enfocaba en juntar el mango porque el boxeo no le rendía. “Trabajaba en el sector fotográfico, en los últimos años en la editorial había aprendido muy bien el oficio, el manejo de las máquinas, los revelados, montajes de revista. Pero me cambiaron el horario y tuve que renunciar. El dueño se sorprendió porque me había ganado el puesto, pero estaba convencido de algo: quería ser boxeador. Y el nuevo horario me cortaba el entrenamiento. Fue entonces que mi jefe me entregó el dinero que debía pagarme y a esto le sumó una plata para que me comprara un par de guantes, porque yo usaba los que había en el gimnasio”, recuerda.
Hace unos días, cuando Domínguez publicó en su perfil de Facebook la noticia de su faceta estudiantil, le llovieron felicitaciones de sus contactos de la red social. Al cierre de esta edición, llevaba 560 me gusta y 165 comentarios. Saludos desde el más famoso, el ex luchador Jorge Acero Cali, pasando por su familia y ex boxeadores como Alberto Sicurella, hasta llegar a sus propios amigos. Uno de ellos, Guillermo Arroyo, le propuso irse de viaje de egresados a Bariloche. Y otro, Héctor López Bisio, le preguntó al campeón: "¿En los recreos te agarrás a piñas? ¿O invitás a pelear en la esquina?". “Me transmitieron todos muy buena energía, hasta me recomendaron hacer cursos de capacitación deportiva en Ferrocarril Oeste, que me queda más próximo a mi casa”, agrega el campeón.
Domínguez es un tipo querido dentro del ambiente de los puñetazos. Su forma de ser, simplona y directa a la vez, y sus gestos de hombría de bien, hablan más que mil trompadas. Porque, por ejemplo, supo entrenar gratuitamente a periodistas deportivos, para que pudieran analizar mejor los combates. “Para que no hablen giladas”, dice, con su lenguaje preciso. También le enseñó a boxear al músico Hugo Lobo, quien se acercó a su gimnasio hace ya largos años por una razón: quería tener mayor capacidad aeróbica para poder rendir mejor en sus shows, al momento de soplar su trompeta. Y cuentan testigos, que le brinda clases ad honorem a los jubilados, con algo de defensa personal, para que se sientan más seguros en casa y en la calle. “Las puertas de mi gimnasio están abiertas para todos los que quieran ser alguien. Pero ahora me enfoco más en crecer y prepararme para poder ayudar. Le estoy agradecido a mi familia, a mi mujer, que se recibió de oftalmóloga y se especializó también en medicina estética. Verla crecer a ella también es un orgullo y un empuje para mí. Siempre me pedía que estudiara, así podría llegar a trabajar con ella en un futuro”, detalla quien fuera campeón mundial crucero, recordado en nuestro país por haberle ganado tres veces a La Mole Moli.
El animal competitivo, que se preparaba para destruir, ahora construye una sociedad mejor y le demuestra al mundo, que los boxeadores pueden defenderse arriba y abajo del ring. Esta historia tiene final abierto. Domínguez está rindiendo examen. Y sigue dando pelea.