Es una pena que la edición local de Virgen y otros relatos de April Ayers Lawson no haya optado por la ilustración de portada de la edición norteamericana (una descomposición puzzle-fractal de un rostro femenino) o, también allí, la foto de la autora en la que aparece como un personaje feroz mitad foto de Diane Arbus y mitad foto de Nan Goldin creciendo en lo que, al fondo y fuera de foco, podrían ser los bordes de un bosque feroz cubierto por el kudzu o las orillas de un pantano infestado de mosquitos y caimanes y muertos que nadie reclamará. 

En cambio, aquí y ahora y en español, se nos ofrece un rostro roto pero delicadamente prerrafaelita y, en solapa, a un Lawson ya elegante y domesticada y ¡rubia! y parecida a cualquier chica de Manhattan dispuesta a convertirse en the next big thing de turno. 

Y, claro, el afortunado problema de un panorama donde abunda tanto la calidad como la cantidad es que Virgen, aunque singular, no es única en una época en la que abundan las santísimas pecadoras. Y así se une a la muy noble compañía de más o menos recientes colecciones de relatos –muchos de ellos ya en proceso de traducción– firmados por mujeres peligrosas que no le hacen ascos ni tienen miedo a poner el cuerpo y la mente en la página para que los lectores tiemblen entre la inquietud espiritual y el placer carnal. Algunos títulos y firmas a considerar son Homesick for Another World de Otessa Moshfegh, The Dark Dark de Samantha Hunt, Intimations de Alexandra Kleeman, American Innovations de Rivka Galchen, y esa obra maestra que es I Want to Show You More de Jamie Quatro. Las dos últimas donaron elogiosos blurbs al debut de Lawson y todas ellas –con el formidable Leonard Michaels como padrino y primas lejanas pero próximas como Mariana Enríquez, Sara Mesa y Samanta Schweblin– van en procesión tras los pasos de Joy Williams, Amy Hempel, A. M. Homes, Mary Gaitskill y la Lorrie Moore más oscura con –en el fondo del pozo– las voces de Jean Rhys y Jane Bowles y Djuna Barnes y Carson McCullers tentando con bajar a sus profundidades para jugar a algo peligroso.

Lo que distingue a Lawson –y la acerca a la creadora de cumbres de la perversión femenina como Reflejos en un ojo dorado– es su actualización del gótico sureño y de todo lo que allí se cuece a fuego muy lento pero tan sostenido. Lawson –merecida merecedora de un George Plimpton Award y de una jerarquizante estadía en la legendaria colonia para escritores de Yaddo y poseedora de esa temprana maestría formal forjada en talleres de escritura que, por momentos, irrita un tant– baraja y vuelve a dar con mano muy personal los mismos viejos pero por siempre venerables temas: la culpa religiosa elevada casi hasta el éxtasis, el despertar sexual que comienza como brisa caliente y crece a huracán, el matrimonio como jaula dorada, el fetichismo como impulso, el viaje a la gran ciudad en busca de un sueño que se despierta como pesadilla y el arte como sacramental redención.

El primero y el último de los relatos –“Virgen” y “Vulnerabilidad”– funcionan a la perfección como puertas de entrada y de salida al mundo de Lawson. Pero entre uno y otro brillan con oscuridad propia el engañosamente plácido “Tres amigas en la hamaca”, la histriónica e histérica profesora de piano (McCullers de nuevo) de “Así es como tienes que tocar siempre” y el casi edípico y masturbatorio “Los efectos negativos de la educación en casa”. Y todos aludiéndose entre ellos de maneras muy sutiles con recurrentes menciones a Scott y Zelda Fitzgerald, un par de albanos, los cuadros de Andrew Wyeth y, en el cierre de “Vulnerabilidad”, un juego cambiante de voces y puntos de vista que parece incitarnos a leerlo todo de nuevo y así descubrir y comprender que el corazón no es un cazador solitario sino que caza en manada.