No llama la atención que la cámara esté usualmente donde “debe estar”. En realidad, las leyes físicas indican que podría estar en ubicada en cualquier otro lado, pero la expresión coloquial es ajustada, típica de una manera de entender el cine, opuesta o complementaria a aquella que pone por encima de cualquier otra predominancia al “guión”: las acciones y reacciones, los diálogos. Al fin y al cabo, el director de Los vagos –que se estrena dentro de diez días en la cartelera local– tiene sobrada experiencia en el arte de utilizar la cámara: cómo moverla, como iluminar aquello que está registrando, qué poner o sacar para obtener determinada imagen u otra diferente. El listado del misionero Gustavo Biazzi como director de fotografía incluye los dos primeros largometrajes de Santiago Mitre –El estudiante y La patota–, la última película de Hugo Santiago, El cielo del centauro, el estricto 35mm de Un mundo misterioso, de Rodrigo Moreno, y la próxima a estrenarse Sueño Florianópolis, de Ana Katz, entre otras.
Para su debut como realizador, Biazzi –quien vive desde hace veinte años en Buenos Aires– regresó a su Posadas natal y a otras ciudades de Misiones, como Oberá, y de Corrientes, como Ituzaingó, para rodar una parte sustancial de las escenas de un film con algo de relato de crecimiento y mucho de educación sentimental. La historia es la de Ernesto y un regreso veraniego al terruño junto a su novia recién recibida. Y de cómo el reencuentro con sus amigos paraliza cualquier otra actividad, sentimiento, emoción, deseo. Lo trunco no debería describirse en detalle aquí, aunque la expresión de Paula ante el primer planteo de retraso de unas vacaciones en Brasil anticipa algunos de los reproches y angustias futuras. “Cuidala, que es buena mina”, le dice el hermano mayor antes de salir en silencio de la casa, su bebé recién dormido. Pero Ernesto –que así se llama porque a su padre le gustaba la famosa obra de Wilde, o al menos eso le dice a una chica en plan levante–, porque no quiere o porque no puede, nunca termina de ponerlo en práctica. Tal vez intuya que ese puede ser el último verano de una era que no deja de dar señales de la inminencia de su fin. Es algún momento de la década del 90, no hay celulares que permitan fácilmente el encuentro o la búsqueda, y los chicos, los flacos, los vagos, acaban de atravesar la frontera de las dos décadas.
Gustavo Biazzi nació en 1978 y los personajes de su película podrían haber sido sus amigos más íntimos, pero el realizador afirma, concienzudamente, que eso no debería tener mayor importancia. “Lo autobiográfico es generacional, no personal. Tiene que ver con la observación de otros y de uno mismo, con el retrato de una época, de un momento y de un lugar particular, pero que, al mismo tiempo, existe de manera universal. Algo que es propio pero también de los demás. No conozco cómo son los vínculos entre los jóvenes de hoy, pero intuyo que son un poco distintos por la diferencia en la forma de comunicarse, las redes sociales. Alguien me decía el otro día que algunos chicos tienen problemas en el momento de encontrarse porque no están acostumbrados al vínculo cara a cara. No sé si es así, realmente, y creo que antes tampoco era algo tan sencillo, pero esa puede ser una diferencia con esa época no muy lejana: era mucho más común el contacto físico para cualquier clase de vínculo. Eso está en la película y la intención era retratarlo”.
Los vagos se encuentran todo el tiempo. Alguno es más putañero, otro está siempre atento para las bromas de ocasión, a uno lo llaman “el judío” sin que nadie se horrorice, está el chico cuyo padre, a diferencia del resto, tiene casa de fin de semana y lancha a tono. “El tema de las diferencias sociales es algo sobre lo cual pensé mucho. Era muy común en la escuela secundaria. Cuando me mudé a Buenos Aires me llamó la atención como estaba compartimentada la cuestión, los grupos separados por los límites barriales. Las diferencias socioeconómicas, ideológicas o religiosas no parecían romper una suerte de armonía en los grupos de amigos. La idea de trascender todo eso no es el tema principal de la película, pero está presente”.
Para retratar esa y otras ideas, el equipo de Biazzi reclutó a un grupo de actores y actrices jóvenes, algunos de los cuales tenían algo de experiencia previa; otros, en cambio, jamás habían estado delante de una cámara. “Fue un casting atípico, porque buscamos particularidades en cada uno de ellos, no un estándar profesional sino cierta humanidad, una característica afín a lo que queríamos contar: ciertos gestos, un movimiento, una manera de hablar. Muchos son de Misiones, pero también de otras provincias del litoral, incluso de Paraguay. Lo importante era que tuvieran una forma de relacionarse, que el vínculo se diera por sobreentendidos. Para eso fue esencial trabajar antes de la filmación un clima amistoso. Hicimos muchos asados juntos”.
De boliche en boliche, Ernesto y sus amigos dejan pasar las noches de verano. En una fiesta en la playa, una chica rubia llama inmediatamente la atención del protagonista. Como en una película de Rohmer, los diálogos no logran ocultar las intenciones. Y los días transcurren, el regreso a Buenos Aires y a la facu todavía lejanos en el horizonte. Pero ese momento llegará y los cambios serán importantes, más aún de lo que Ernesto podía llegar a imaginar. “Algo aprende el personaje. O, al menos, se transforma. Hay cosas que le hacen bien y otras que no tanto. La película observa eso, sin juzgar. Es un momento muy lindo y alegre de la vida, aunque algunos comportamientos tengan consecuencias no deseadas. Pero no quise subrayar esas cosas, la idea era que estuvieran implícitas”. La cámara panea y recorre espacios (un boliche, un bar con pool, la casa de una amiga de la rubia), encuentra rostros y cuerpos, describe las superficies intentando descubrir algo profundo. Y encuentra la urgencia del contacto físico (notable escena de sexo, indispensable y alejada de cualquier lugar común) y la necesidad de sostener ese pequeño tesoro llamado amistad. Instantes, bombas de felicidad que, años más tarde, serán anécdotas algo imprecisas que se siguen recordando y relatando porque no se las quiere perder.