Primero el mar y luego el primer plano de un casete TDK de 60. La cinta gira y se escucha la voz de Diana Piazzolla que interpela a su padre, ya veterano. “Si no puedo tocar más el bandoneón es que no puedo sacar más un tiburón y viceversa: si no puedo sacar más un tiburón no puedo tocar más el bandoneón. Tengo que sacar una fuerza impresionante para las dos cosas”. La siguiente imagen es la de Daniel Piazzolla, de espaldas, en silencio, frente a una persiana americana. Esos primeros minutos de la película condensan los elementos que la componen: Astor Piazzolla, sus hijos Diana y Daniel y el sesgo metafórico que proyecta una figura contradictoria, volcánica y genial. Un relato que ubica a Astor sobreponiéndose a una infancia dura y nómade y construyéndose a sí mismo para pelear dentellada a dentellada contra los tiburones de la ortodoxia tanguística.
Piazzolla: los años del tiburón, es el nuevo documental de Daniel Rosenfeld. El director ya había incursionado en la ilusoria categoría “trama familiar de bandoneonista díscolo no reconocido en su país” en el notable Saluzzi, ensayo para un bandoneón y tres hermanos. Es posible trazar una analogía entre el fueye salteño y el marplatense tanto desde el punto de vista de la innovación musical como desde el padecimiento de una incomprensión inicial en paralelo al prestigio logrado en Europa. Pero llega un punto en que la comparación se desdibuja. “Cada uno a su manera encontró un alfabeto propio que los identifica y los hace singulares” –dice Rosenfeld. “En ambos hay algo que me interesó relacionado al proceso creativo, al tesón, a las influencias musicales y a la infancia. Todo eso afecta a las composiciones con una verdad sagrada. Lo de Astor es excepcional. Su arco musical fue testigo de todo: hizo suyo un cambio de época. Piazzolla y Saluzzi no son comparables y por eso, de alguna manera, los vinculo”.
La pasión de Rosenfeld por la música como realizador queda manifestada en estos dos documentales y, también, en su rol de productor de películas como La calle de los pianistas (de Mariano Nante, basada en la “comunidad pianística” de una calle de Bruselas, con Martha Argerich como centro magnético) y Gilda de Lorena Muñoz. “Mi interés por la música me llevó al cine”, dice el director. “Me puse a estudiar montaje con Miguel Pérez. Tenía el sueño adolescente de componer música para cine. Estudié varios años de chico con Violeta de Gainza. Todavía hoy toco todos los días para molestar a los vecinos. Mis intereses son variados: paso de Bach a Bill Evans o Art Tatum, de Ignacio Corsini o Francisco De Caro a compositores de principios del siglo XX como Josef Suk”.
Hijos de la revolución
El documental no se detiene específicamente en las transformaciones de la música de Astor Piazzolla, ni en su (r)evolución. Sí da cuenta de la guerra que llevó a cabo como un quijote de sí mismo. Ahora está canonizado, pero especialmente a fines de los 50 y principios de los 60 era un titán en el centro del ring. El film no está dirigido al tangófilo de paladar negro que más o menos conoce la parábola del músico que salió del corazón de la orquesta típica para configurar un universo nuevo con anclajes en el jazz, la música clásica y la contemporánea. Apunta a un público amplio. El carácter anecdótico se impone en muchos pasajes. De los violentos correctivos que le aplicaba su padre Nonino a la decisión de quemar las partituras de su obra en un asado en Punta del Este, el relato que elige Rosenfeld conserva el gran mérito de no juzgar, de no conceder a la tentación nefasta de la corrección política. Como piezas que encastran a la perfección, la película remacha un temperamento irascible (el audio de una discusión telefónica –en verdad, una riña de gallos telefónica– con el conductor radial Julio Jorge Nelson es absolutamente memorable), destemplado y megalómano. A la vez hace fluir un sentido del humor mordaz y una sensibilidad que aflora, por ejemplo, en sus ojos lacrimosos ante la ovación del Teatro Colón al final de su concierto. Los bajos fondos mafiosos neoyorquinos y las más gloriosas salas de conciertos del mundo constituyen con precisión la fábula de la Cenicienta de la que, en definitiva, no se puede librar ninguna semblanza del músico. A Astor no le disgustaba esa fábula.
Son sus hijos los que demarcan las pistas de las complejidades del personaje, un sendero sinuoso que serpentea en las determinantes relaciones entre padres e hijos: Diana, espectral, desde casetes; Daniel filmado –también, de alguna manera, espectral en el tratamiento visual– por Rosenfeld. Por momentos la estructura del guión se debate entre la mirada de ellos –y sus terremotos interiores, sus zonas sombrías ante semejante padre– y el afán biográfico. Hay algo de conmoción contenida y exorcismo familiar. El cuadro se completa con la hermosa figura de Dedé, la primera mujer de Astor, la madre de sus hijos. Siempre en un segundo plano de su marido, exquisita cantante, se la escucha en una grabación (Borges decía que hubiese preferido su voz antes que la de Edmundo Rivero para la grabación de sus milongas musicalizadas por Astor). Dedé es el contrapunto de la personalidad de Piazzolla: generosa, consejera, contenedora.
La película gana cuando más se acerca a Salgán y Salgán, el extraordinario documental de Caroline Neal sobre la truculenta y tierna relación entre Horacio Salgán y su hijo César, también pianista. Lo que sugieren Diana y Daniel en Los años del tiburón resulta más poderoso que lo manifiesto: los silencios hablan más del vínculo que los testimonios.
La voz de Diana funciona como un ariete que continúa cuestionando al padre. Poeta y escritora, militante política, sufrió persecución y amenazas y debió exiliarse en México. Nunca le perdonó al padre haber cenado con Videla y gastó parte de su vida en ser alguien más allá del apellido Piazzolla (“nunca pude permitirme ser exitosa siendo la hija de Astor”). Su literatura se basa en el dolor y en el rencor, y tal vez esos elementos también fueron los motores del arte de Piazzolla. En una entrevista realizada por Cristian Vitale en 2001 en PáginaI12, Diana contó lo mal que lo pasó en los tiempos de la represión. “Mi papá me decía: ¿querés que hable con Neustadt, este aquel o el otro?, y yo me negaba. Entonces, trabajé en fábricas de galletitas, limpié fábricas, etc. Quería mi propia vida. Pero la cosa se fue poniendo cada vez más jorobada. Papá no estaba políticamente de acuerdo con lo que yo hacía y el colmo fue cuando detuvieron a mi esposo, que era dirigente gráfico. Nos allanaron todo y nos vimos obligados a irnos al exilio. Papá y mi hermano decían que eran de derecha. Pero lo decían con cierta ironía: Fidel y Menem, para él, eran parecidos. Jamás se lo perdoné”.
Los diálogos grabados entre Diana y Astor hasta ahora inéditos son profundamente sustanciosos y una de las columnas del documental: un desesperado intento de reencuentro luego de años de distancia. Tienen complicidad, chicanas, ternura. “A vos Dianita te gustaba mi locura porque sos loca como yo. Siempre fuiste rebelde”, le dice Astor. Diana murió en 2009 a los 65 años.
Daniel es músico, padre de Pipi –baterista y líder de Escalandrum– y su voz serena, cansada, vertebra los recuerdos disparados por los archivos. Hay filmaciones caseras en Super 8, conciertos y grabaciones pertenecientes al arcón familiar. Y capturas de la televisión, como una entrevista de Juan Carlos Mareco en Cordialmente y viñetas como la de un joven José de Ser preguntándole a boca de jarro: “¿Sos un resentido?”.
Daniel tocó casi cuatro años con su padre en el Octeto electrónico. Él –su respiración, la mirada perdida y melancólica, el humo del cigarrillo– es el eslabón omnisciente del film. Cuenta que un simple comentario que le hizo a su padre le costó una pelea desmesuradamente larga. “Le dije nada más que me parecía que estaba dando un paso atrás con la disolución del Octeto. Estuvo diez años sin hablarme”. La justificación que encontró Astor para el alejamiento se sintetiza en una frase que evoca, sin encono, Daniel: “Yo soy muy importante. Por eso no nos vimos”.
La frase no puede ser más soberbia y cruel. Rosenfeld acerca su visión, conciliadora, como si hubiera todavía un lío que arreglar: “Las tensiones están en todas las relaciones de familia. Fue cierto que en los últimos años la popularidad de Piazzolla lo volvió verdaderamente una persona muy importante, con muchas giras, ocupado, admirado por grandes figuras internacionales, y también con un reconocimiento económico que llegaba, como siempre, un poco tarde”.
¿Tuviste la precaución de que el eje de la película no se convirtiera en la mirada de Daniel Piazzolla sobre Astor?
–Siempre tuve claro que el protagonista era Astor Piazzolla. Su música, su vanguardia rupturista. Es cierto que también es una película sobre padres e hijos. La percepción de Daniel creo que ilumina y ayuda a vislumbrar las influencias familiares en la vida de los artistas.
¿Por qué no aparece, por ejemplo, Pipi Piazzolla, el hijo de Daniel?
–Me hubiera encantado que estuviera, es un crack. También otros músicos increíbles que tocaron con Astor. Filmé mucho material que decidí no incluir: los archivos ganaron la batalla.
La decisión de Rosenfeld no podía no ir por ese atajo: los archivos son maravillosos. Se podría haber hecho un documental extraordinario que se llamara simplemente “Los casetes de Diana Piazzolla”. Solo con ese material había una gran película. Pero hay mucho más. Fotos del padre Nonino en la Nueva York de la ley seca, fabricando whisky en la clandestinidad en la bañadera del baño de su casa; Astor de muy chico tocando el piano, o en la nieve, o en el hospital con el famoso tema de su renguera. “El problema de la pierna fue lo que lo hizo fuerte”, especula Daniel. “No le ibas a decir ‘rengo’ porque te comía el hígado. En una época, de muy chiquito, pisaba con el tobillo. Le hicieron siete operaciones”.
El hallazgo de esas cintas abiertas, esos VHS, esos fílmicos, no llegan a reescribir la historia pero por el contrario cristalizan una serie de mitos que siempre dieron vueltas alrededor de Astor Piazzolla. Por caso, su encuentro con Carlos Gardel en Nueva York, que derivó en un bolo como canillita en la película El día que me quieras, rodada en 1934 en esa ciudad. Lo de Gardel proyectó historias inverosímiles, que aquí se escuchan de la boca de Astor. Las dos más conocidas son: la de la invitación del Zorzal para que el pequeño bandoneonista participara de la gira que terminó con el accidente de Medellín y el recorrido de una artesanía de madera que el padre de Piazzolla le regaló a Gardel y que apareció muchos años después en un local de Nueva York, con evidencias de que había sufrido quemaduras. La madera tallada “sobrevivió” a Medellín y había vuelto a su ciudad de origen, a pocas cuadras de la casa de los Piazzolla en la Calle 8 neoyorquina. “Lo complicado fue el montaje”, sigue Rosenfeld. “Qué seleccionar. Cómo construir y deconstruir mitos. Con el compaginador Alejandro Carrillo Penovi trabajamos para no engolosinarnos ni con lo inédito ni con el festival de anécdotas”.
¿Cómo hiciste para que te habilitaran el archivo?
–Fueron una serie de coincidencias inesperadas. La productora francesa Françoise Gazio había conocido a Piazzolla y durante mucho tiempo intentó concretar una película sobre su vida. Yo por mi lado tenía el deseo de hacer un documental. No nos conocíamos y nos cruzamos en el momento justo. El paso siguiente fue la generosidad de toda la familia. Eso fue vital. Hablo de su hijo Daniel, de su última mujer Laura Escalada de Piazzolla y de los hijos de Diana y Daniel. Ellos me dieron todo.
¿Con qué te encontraste?
–La primera sorpresa fue cuando revisé los fílmicos en ocho milímetros registrados a fines de los años 50 por el propio Astor en Nueva York, la ciudad que tanto amó. Ese período fue una suerte de volver a su hogar. Es cuando dice: “Si escucho una nota del himno de los Estados Unidos me pongo a llorar”. Es entendible. Es como con las comidas, hay platos que uno prueba y son la infancia añorada. Lo mismo ocurre con algunas melodías.
Las voces que se escuchan son sólo de Astor, Daniel y Diana.
–Preferí no hacer una película de gente hablando sobre Astor. Para hacer un Piazzolla por Piazzolla, tenía que trabajar con esos archivos, y esporádicamente con las voces de sus hijos, que se intercalan emocionalmente a medida que avanza la película. Fue muy laborioso encontrar otros archivos: la mayoría de los canales de televisión borraron los tapes o los tiraron al relleno de la Reserva ecológica. Gracias a coleccionistas privados y diversas instituciones pudimos encontrar fílmicos, lavarlos y escanearlos. Después llevó un año y medio de montaje con Alejandro Penoci. Celebrábamos cada vez que encontrábamos un fílmico y no un videocasete. La diferencia de calidad es abismal. Fernando Peña tiene razón cuando señala que lo único noble, seguro y duradero es el celuloide. La evolución tecnológica es una ilusión. Gracias al trabajo de varios cineastas encontré cosas interesantísimas. Manuel Antín por ejemplo tenía un negativo de 35 milímetros en su altillo. Otro negativo de ese visionario llamado Mauricio Berdú estaba en Fondo de las Artes. Simón Feldman lo había filmado en Súper 16 milímetros en un estudio de grabación…
¿Hubo mucho descarte?
–Y... sí. Me arrepiento un poco de no haber incluido un fragmento de seis minutos de Astor grabándose en su casa, ensayando cinco formas distintas de realizar un arreglo del tango “La casita de mis viejos”. Es un momento privado, exquisito. Seguramente en las diferentes proyecciones en vivo muestre algunos de esos materiales que no entraron.
La información se aprieta en los 90 minutos de película. Piazzolla siempre se negó a tomar al tango como una expresión cerrada. Al contrario, estuvo toda su vida tratando de abrir candados, de salir tanto de la estructura musical del tango como de sus perímetros metafísicos y poéticos. Sin embargo, cuando planeaba un futuro de compositor clásico fue la rigurosa pedagoga Nadia Boulanger (“mi segunda madre”) la que le pregunta y se pregunta en París ante una partitura escrita por Astor: “¿Quién es Piazzolla?”.
La pregunta finalmente se la hacen todos: biógrafos, coleccionistas, oyentes, Rosenfeld. ¿Quién es Piazzolla? Los saltos son tan radicales que cada paso merecería un tratamiento singular. Desde la orquesta del 46 asediada por la masa de milongueros (“los enemigos de los pies, los que bailan”, dice con un tono de desprecio exacto) hasta el triunfo de “María de Buenos Aires” y de “Balada para un loco” en dupla de Horacio Ferrer y con la voz de Amelita Baltar, pasando por otro de los estigmas de la Buenos Aires del 50: el de los taxistas que se negaban a pararle. Con gracia, Astor refrenda la leyenda: “Los taxistas me insultaban: me llamaban comunista”.
En 1954 vuelve de París y se dispone a tomar la Bastilla en la ciudad en la que descubrió a Miguel Caló y a Aníbal Troilo, con la que tenía una relación de amor y rechazo: no cesó hasta tener a sus pies a Buenos Aires. Le cuenta a Diana: “Estaba en un delicioso estado de locura. No me paraba nadie. Empecé la revolución. Al año siguiente cae Perón y cae el tango. Y nazco yo”.
Nacimiento y muerte, divorcios y huidas, hambre y consagración, octeto y quinteto, música y locura, Bach y Jacobo Fijman. Todo se agolpa en Los años del tiburón. “Quién es Piazzolla”, preguntaba Nadia Boulanger. Ella encontró la respuesta en el tango y en la ejecución del bandonéon. Sin embargo, el interrogante no perdió vigencia. A casi veinticinco años de su muerte la pregunta continúa perturbando, se agita con sus mitos y sus discos desde las entrañas del siglo XX y ahora en los casetes de Diana y la palabra de Daniel. La película de Daniel Rosenfeld es un acercamiento a una respuesta posible.