He aquí un fenómeno muy mal conocido y poco y nada debatido: el mundo ha entrado en el curso de estas últimas décadas en una época del castigo. Se sancionan más y más severamente las infracciones a la ley. Esta tendencia no es directamente correlativa, como todos los estudios lo muestran, a la evolución de la criminalidad y la delincuencia. Ciertamente, el giro represivo corresponde a veces a un crecimiento de los crímenes y delitos, pero en esos casos se prolonga incluso cuando las actividades delictivas disminuyen. Se traduce particularmente por penas de prisión más duras y más largas pero igualmente en prisiones con detención preventiva a la espera de un juicio. Así, en Latinoamérica, la población carcelaria se ha más que duplicado en los años 2000. En cuarenta años, aumentó el 185 % en Argentina, el 200 % en Chile, el 400 % en México y el 1900 % en Brasil. Referidas a la población total,que se acrecentó en el lapso de este período, las tasas de encarcelamiento han progresado en 65, 70, 180 y 880 % respectivamente.
Esta tendencia se observa también en Europa. Durante los años 1990 la población carcelaria casi se triplica en la República Checa; se duplica en Italia y los Países Bajos; crece más de la mitad en Portugal, Grecia, Inglaterra, Polonia, Eslovaquia, Serbia, progresa alrededor de un tercio en España, Bélgica, Alemania, Hungría, Eslovenia, Croacia; sólo se mantiene estable en Suiza, Suecia, Noruega, Luxemburgo, Bulgaria, Albania, e incluso disminuye en Dinamarca, Finlandia e Islandia. Rusia ve crecer el número de sus presos en un 50 %, hasta superar el millón. Durante la siguiente década, el número de esta progresión efectivamente se ralentiza, pero el número de personas detenidas continúa, sin embargo, aumentando en casi toda Europa. Sólo Portugal, Alemania y los Países Bajos comienzan a mermarlo de modo significativo a partir de 2005, mientras que los países escandinavos mantienen tasas bajas de encarcelamiento. Rusia, que pierde un cuarto de sus presos en diez años, se vuelve una excepción en este cuadro, pero es necesario advertir que partía de cifras muy altas.
Se confirman tendencias paralelas en otros continentes. En el curso de los años 2000, los únicos para los cuales se dispone de datos comparables, el número de presos se incrementó 108 % en América, excluyendo los Estados Unidos, 29 % en Asia, 155 % en África y 59 % en Oceanía. Obviamente sería necesario precisar aportando datos nacionales en la medida que las diferencias entre los países revelan grados diversos de adhesión a las políticas represivas y, a fin de cuentas, importantes variaciones en la implementación de los principios democráticos. Así, en los Estados Unidos, donde la evolución es a la vez la más espectacular y la mejor estudiada, había, en 1970, 200.000 personas en las prisiones federales y estatales, pero cuarenta años más tarde albergaban ocho veces más e, incluyendo los establecimientos penitenciarios locales (jails), el total se acercaba a los dos millones trescientos mil. Si se suman las personas en libertad vigilada (probation) o con atenuación de pena (parole) se superan los 7 millones. El crecimiento de la población carcelaria, que afecta de modo desproporcionado a los negros, es consecuencia sobre todo de leyes más duras, asociando la automaticidad y la agravación de penas y de prácticas más inflexibles de la institución penal, particularmente de los magistrados en un contexto de desigualdades y violencias. La “guerra a las drogas” ha sido un elemento crucial de este proceso de incremento y de diferenciación de la demografía penal.
Por consiguiente, cuando tales regularidades aparecen en el plano mundial, es necesario suponer que testimonian un hecho mayor que trasciende las singularidades históricas nacionales. Ese hecho tiene una temporalidad: comienza en los años 1970 y 1980 y se acelera enseguida a ritmos variables según los países. Propongo hablar de un “momento punitivo”. El término “momento” se refiere evidentemente a un período particular, o más bien a un espacio- tiempo: el fenómeno que designa se extiende en efecto a través de muchas décadas y se despliega sobre todos los continentes con pocas excepciones. Pero es necesario entender también en el sentido dinámico de su etimología latina, que la física ha conservado para significar el movimiento, el impulso, la influencia: es la fuerza que determina el cambio al cual se asiste. El inglés dispone, por otra parte, de dos palabras: moment y momentum. ¿Qué es entonces lo que caracteriza al momento punitivo?
Me parece que corresponde a esta coyuntura singular donde la solución deviene el problema. En principio, frente a los desórdenes que conoce una sociedad, a las violaciones de sus normas, a las infracciones de sus leyes, sus miembros ponen en práctica una respuesta bajo la forma de sanciones que aparecen útiles y necesarias a la mayoría. El crimen es el problema, el castigo su solución. Con el momento punitivo, el castigo devino el problema. Lo es debido a la cantidad de individuos que mantiene aislados o que ubica bajo vigilancia a causa del precio que hace pagar a sus familiares y a sus comunidades, a causa del costo económico y humano que implica para la colectividad, a causa de la producción y reproducción de desigualdades que favorece, a causa del incremento de la criminalidad y de la inseguridad que genera, en fin, a causa de la pérdida de legitimidad que resulta de su aplicación discriminatoria o arbitraria. Considerado como protección de la sociedad del crimen, el castigo aparece con frecuencia como lo que la amenaza. El momento punitivo enuncia esta paradoja.
Este fragmento pertenece al prólogo de Castigar de Didier Fassin, que acaba de publicar Adriana Hidalgo. Es un libro imprescindible que analiza el auge del punitivismo en las últimas décadas en casi todos los países del mundo. Fassin elabora su estudio sociológico y etnográfico, con indagaciones filosóficas alrededor de tres preguntas cruciales:
¿Qué es castigar? ¿Por qué se castiga?
¿A quién se castiga?