Pocas escenas tan desagradablemente encadenadas en la Argentina de los últimos tiempos como la saga de los flanes de la semana que pasó. Esos inofensivos postrecitos que alguna vez supieron hacer reír con las ocurrencias de Mamá Cora en Esperando la carroza, que creía que hacía “flancitos” con la mayonesa batida de la pobre Mónica Villa, se convirtieron en metáfora de lo peor de la idiosincrasia argenta, el humor de clase: los que tienen burlándose de lo que no tienen. Así de simple. Burla al desnudo, pulla. Viñas habría dicho “titeo”. Ahora se dice bullying. Violencia lingüística que se amplifica como violencia simbólica y escala al borde de la violencia física, como cuerpos que se rozan en el aire. La mueca grotesca del cómico de la lengua. El grito primal gorila amplificado (¡viral!) en esa “a” estirada con deleite y estridencia, chillido y provocación: flaaaaaaan. Repetido varias veces para que les quede claro. Y para que el entrevistador no pueda zafar de una complicidad horrenda, cómplice de la escena y de su sentido. Vaya que tiene y tendrá costo esa entrevista para Alejandro Fantino. Se puede manejar una entrevista con Beatriz Sarlo o un mano a mano con Jorge Asís. Hay situaciones inmanejables. Porque uno entiende que todo se trata de una operación de marketing político llamada “vamos a reinstalar la grieta, vamos a polarizar”. Pero cuidado con los voceros inmanejables.
Una vez lanzado el grito primal a rodar, viralizado, replicado, arrollador, su sentido también empieza a desconfigurarse. Como cuando un chico se regodea con una palabra recién descubierta y la amasa entre los labios y la garganta, la hace retumbar en el paladar, la envuelve de saliva hasta hacerle perder el sentido. Flan flan flan flan flan flan. Ahora bien: ¿Qué es flan? ¿Quién es flan? ¿Quién pide flan y no le dan porque hay otras prioridades (“la casa se incendia”) que hace que esos reclamos no solo queden fuera de tiempo y lugar sino que se vuelvan absurdos, psicóticos, monstruosos, fuera de la realidad?
Psicosis, monstruosidad, primitivismo. Todos los posibles rasgos del reclamo (flan) hacen espejo en el relato del reclamo. Quizás, de ahí, la eficacia demoledora de un sketch tan burdo y desagradable.
Es probable que en su alto histrionismo delirado, el cómico de la lengua haya obviado la proximidad fonética entre flan y pan. Probemos: Piden flan/ no le dan. Flan y circo. La novela de Victor Hugo, Los miserables, giraba alrededor de un ladrón de un flan –¡un mísero flan!– que lo hacía merecedor de una pena excesiva y lo convertía en enemigo de la sociedad: cinco años a Jean Valjean por robar una hogaza de flan. Pero si flan-pan nos lleva por el camino de la pobreza, la decodificación que hizo del gag un sector de la sociedad parece haber sido todo lo contrario. El cómico parece que quiso decir: la casa se incendia y los niños ricos, caprichosos, que no entienden la gravedad de la situación real, sumidos en su ensueño de saciedad y capricho, piden flan.
En el cacerolazo convocado para presionar al Senado por los allanamientos a Cristina Fernández, la turba gritaba alegremente “flan/ flan/ flan” como si ellos no tuvieran nada que ver con nada. Ni con la casa que se incendia, ni con el reclamo de flan. Ellos estaban en un universo donde parece haberse producido un hiato en lo real, una interrupción de tiempo-espacio. Todavía gobierna Ella y van a reclamarle a Ella, ellos, los ciudadanos de a pie, los que no tienen el poder. La misma estética, los mismos rictus, los mismos gestos de cuatro, cinco años atrás aunque ahora gracias a dios la justicia es una muñeca rubia. Falta que se pongan a reclamar que levanten el cepo. Pero lo más grave es la réplica graciosa que desde el presidente a otros “referentes” de Cambiemos, hicieron comiendo un flan. Extraña decodificación. O asumen eso de que son un gobierno de ricos niños caprichosos que comen flan mientras la casa se incendia, o le comen un pedazo de pan en la cara al hambriento. En cualquiera de los dos casos, el sentido se ha desconfigurado. Están literalmente comiéndose un flan en el Titanic.
Y también es posible que Flan ya no tenga que ver con Pan sino que sea la módica simbolización de una mentalidad infantilizada, caprichosa, de unos cerebros adormecidos por años de consumo indebido que ahora reclaman una suerte de exceso, de plus, el postre, la dosis, la fiesta del monstruo.
Puro derroche, el flan como “postre” también se abre a varios sentidos, pero quizás sea excesivo pedir que en medio de la desquiciada realidad política, social y mediática argentinas, las líneas de significados enlazados se mantenga fluida, prístina y coherente.
No hay que olvidar que si lo del flan fue un suceso desagradable, un astuto armado en el laboratorio de la posverdad, o un gag más del absurdo argentino, la secuencia se completó con un ataque frontal –quizás el más agudo después del negacionismo de Darío Lopérfido– a los derechos humanos. No hay por qué ponerse solemnes en este momento, ni replicar el odio con indignación. Pero quizás de todo este infortunio humorístico, de este mal humor, nos quede el consuelo de que empieza la sanción social, la misma que empezaron a recibir los acosadores, los que no entienden nada de la sociedad real, democrática, abierta que a pesar de todo somos, centrados como están en sus egos inamovibles e inconmovibles. Y eso sí sería mucho más castigo que irse a la cama sin postre.