La mujer tenía la cara caída, las mejillas colgando. Esas marcas en la boca como un muñeco de ventrílocuo.

–Te espero hasta mañana y ya me estoy jugando el trabajo –dijo–. Pero si mañana no pagás la concesión perdés el puesto en la feria, lo siento. Sabés que hay mucha gente en lista de espera.

Nicolás sabía. La empleada de la Municipalidad no tenía la culpa, al contrario, le estaba haciendo un favor. Eso no mejoraba nada su cara de perro viejo.

Salió en la bici contra el viento, para el lado del muelle. Quedaban algunas posibilidades, las últimas. Las menos obvias. Por el camino lo vio al hermano de Rodrigo que venía con el mediomundo.

–En el muelle no lo vas a encontrar, ya nos vamos todos –le dijo–. El viento está loco, se viene el tormentón. Me dijeron que está en el acantilado, para el lado del Caupo, hay una apuesta.

En los últimos años los del hotel se habían dado cuenta de que Caupolicán era un nombre muy difícil de pronunciar para los turistas extranjeros. Ahora se llamaba como la mujer del dueño, el Anne Marie Palace, pero la gente del pueblo lo seguía llamando el Caupo.

 Yendo para el otro lado, Nicolás casi no tenía que pedalear. El viento lo llevaba. Le empujaba los hombros anchos, el cuerpo flaco como una tabla. Le tiraba el pelo en la cara hasta que paró y se lo ató con una gomita.

En el acantilado había un par de autos. Estaba Rodrigo y cuatro o cinco más, mirando el mar.

–Están el Patas y el alemán. Ahí, ¿los ves? tratando de cruzar la rompiente.

El mar estaba gris y bramaba. Las olas se levantaban varios metros. La espuma era marrón. Los dos locos se tiraban contra las olas para pasarlas por debajo. Hacía frío y el cielo estaba cada vez más oscuro. Los hombres apostaban por el Patas. El alemán era un turista. Había sido campeón nacional en su país y nadaba como los dioses del mar pero no conocía las corrientes y las rocas de Médanos. El Patas era corvina de la zona.

–¿Y a mí qué? ¿Por qué tengo que prestarte plata justo yo? –dijo Rodrigo– ¿Qué me va a pasar si no estás en la Feria de Artesanos? Un hipposo menos.

–Marina está embarazada –dijo Nicolás.

Podía dar resultado o todo lo contrario. Rodrigo y Marina había sido novios todo el secundario.

–No sé, vení dentro de un rato. Por ahí, si gano la apuesta te toca algo.

Pedaleó otra vez contra el viento y era como levantar una roca con los pies. La madre estaba cerrando el kiosko, luchando porque no se le volaran los diarios y revistas junto con la protección de plástico transparente, sucio. Era una mujer alta, a la que Nicolás se parecía de una forma difícil de explicar. Los hombros anchos, quizás. No en el color de los ojos, pero sí en la mirada.

–Plata no hay –le dijo–. ¿Qué pasa, Marina se cansó de bancarte?

Ella nunca había aceptado que Nicolás se fuera a vivir con una mujer tanto mayor que él. Pero aflojó, siempre aflojaba. Ni la cuarta parte de lo que Nicolás necesitaba y sin embargo tocar los billetes en el bolsillo le daba fuerzas, por primera vez se le ocurrió que no sería imposible conseguir el resto.

Le llamó la atención ver que iban varios autos para el acantilado. Entró a tomar un café en el boliche del Zorro y se enteró de que la apuesta seguía, aunque las cosas habían cambiado. El Patas había decidido que el mar no estaba para juegos y se había vuelto a la orilla. El alemán había pasado la rompiente y ahora no podía volver. Para entrar a la playa había que embocar entre las escolleras. El viento y las corrientes se la estaban haciendo difícil. De a poco todo el mundo se iba enterando. Con el tiempo tan feo, la gente no tenía nada que hacer y se iban todos a ver la cabecita del nadador yendo y viniendo en la locura del mar. Las apuestas estaban dos contra uno a favor del alemán, había varios que lo conocían, un tipo grandote, como de cuarenta años pero con físico de atleta.

Lucía vivía bien arriba, como a treinta cuadras de la costa. El viento amainaba un poco en esa zona donde las casas crecían apretadas unas a otras, compartiendo medianeras como en cualquier pueblito, sin los jardines de las casas de veraneo.

Lo había dejado para el final con la esperanza de que no fuera necesario. Nicolás hubiera querido pedirle muchas cosas a Lucía, pero no plata. Ella abrió la puerta pero no lo dejó entrar. El espió un poco por detrás de su cuerpo. De la casa salía una corriente de aire cálido, con olor a sopa. Había libros y carpetas arriba de la mesa. Al final le dio el dinero, unos billetes que tenía escondidos adentro de un libro, en la biblioteca. Cuando ya se montaba en la bici, Lucía le dijo que ojalá pudiera no verlo nunca más y se echó a llorar. Nicolás se fue silbando contento, aunque la plata no le alcanzaba para nada.

Llovía finito. En la avenida del mar los autos que iban en dirección al Caupo ya formaban una lenta caravana. Con la bici y el viento a favor llegó mucho más rápido.

En el acantilado, ahora, había un mundo de gente, hombres, mujeres, chicos. Todos bien abrigados, con gorros y pañuelos en la cabeza. El viento era tan fuerte que la lluvia volaba en horizontal, en gotas minúsculas, impalpables cuando daban contra la ropa pero que se clavaban como astillitas en la piel de la cara. Un poco separada de la multitud estaba la mujer del alemán, rodeada, defendida casi, por algunos parientes y amigos. Miraba por los prismáticos con el cuerpo en absoluta tensión, sin apartar la vista ni un segundo, como si fuera su mirada lo que sostenía al hombre que luchaba allá lejos por mantenerse a flote.

Hacía ya unas horas que el alemán había pasado pasado la rompiente. Nicolás se fue enterando de los detalles por los comentarios de la gente. Decían que tenía chicos chiquitos, que estaban en la casa con la abuela. Los guardavidas se habían largado, tratando de llegar hasta nadador pero el mar los rechazaba, amenazaba estrellarlos contra las escolleras. El helicóptero no se animaba a salir por la tormenta. Ya se habían dado vuelta varios gomones y una lancha grande. El tipo resistía. Hacía la plancha, daba algunas brazadas, cada tanto intentaba volver a orilla. Se veía la cabecita claramente pero tan lejos que cuando a Nicolás le prestaron unos largavistas lo único que pudo ver fue un punto un poco más grande.

–¿Cómo van las apuestas? –le peguntó a Rodrigo.

–Se dieron vuelta. Ahora están cinco a uno en contra del tipo. Parece que lo perdemos nomás.

Nicolás volvió a contar la plata sin mirarla, con la mano que tenía en el bolsillo.

–Yo digo que se salva. Y me juego –dijo de golpe. Sacó los billetes–. Va todo a favor de alemán.

Pero en el momento en que Nicolás saca los billetes, antes todavía de que Rodrigo empiece a contarlos, su figura se transparenta y comienza a disiparse en el aire húmedo de la costa. Los apostadores se vuelen borrosos, se mimetizan con las rocas del acantilado o con el fondo de mar y cielo. Quedan los espectadores, adultos y chicos, gente cuyo nombre nos es desconocido o indiferente. Queda la cabeza del nadador, apareciendo y desapareciendo según el permiso de las olas. Ya ni siquiera podemos asegurar que sea alemán. Nicolás, su madre, Marina, Rodrigo, Lucy, la vieja de la Municipalidad no existen, no existieron nunca, son personajes de ficción a los que puedo hacer aparecer y desaparecer a voluntad.    

Otro cambio grande se está produciendo. Las ropas de la gente. Los autos. Los edificios del pueblo. Médanos se convierte en Miramar. Estamos retrocediendo en el tiempo. Velozmente. En los años cincuenta del siglo veinte, Miramar ya tiene los diez mil habitantes permanentes necesarios para llamarse ciudad. La ciudad de los niños.

Persisten ciertas imprecisiones en la escena. Imposible determinar la fecha exacta. Es verano, estamos en 1956 o 57 o 58. Allí estoy yo, me reconozco, pancita, rulos oscuros, menos de diez años, no muy cerca del borde del acantilado, sostenida y protegida por las manos de mi padre que me agarra fuerte de los hombros. De vez suelta una mano para señalarme un punto en el mar. Mamá está al lado nuestro, con mi hermanita en brazos.

Alcanzo a verlo. Dicen que está nadando o que hace plancha, yo no lo puedo distinguir. Espera que lo vayan a buscar, confía en que lo salven. Sólo tiene que aguantar un poco más, lo suficiente para que lleguen hasta él con una lancha, o para que venga el helicóptero de Mar del Plata. Debe tener hambre, pero sobre todo mucho frío. Debe sentir un alivio cálido cada vez que orina. Los adultos comentan la locura de la apuesta que lo hizo pasar la rompiente, moviendo la cabeza con reprobación.

Hubo tormenta fuerte a la mañana pero ahora ya no llueve. Todavía hay viento. El mar sigue loco y feroz. Es de tarde. Como todo el resto del pueblo, estuvimos en el acantilado a la mañana, nos fuimos a almorzar y volvimos para seguir mirando. La única que no se fue en ningún momento es la mujer del hombre que nada. Está ahí, con sus hijos. Mamá me la muestra con disimulo, sin señalar con el dedo porque es mala educación. Hace horas que estamos ahí parados. A decir verdad, me aburro un poco.

–¿Por qué no lo salva Fulco? –le pregunto a papá.

Fulco es el bañero que salvó al muchacho atacado por un tiburón. Es nuestro héroe. Me resulta muy difícil imaginar que Fulco no pueda rescatar a alguien que está en peligro de ahogarse. Pero no puede. Ya se intentaron varios salvatajes. No consiguen llegar hasta él. Las rocas sumergidas y las corrientes están en contra. En Miramar no hay más elementos de rescate que las sogas con salvavidas.

Mucha gente escucha la radio local. Papá me acerca la Spika de a ratos. Se transmite lo mismo que estamos viendo, palabras para vestir la imagen un poco monótona que tenemos delante de los ojos. Mar del Plata está lejos, el tiempo es muy malo, el helicóptero o la lancha son promesas vagas, posibilidades de las que se habla y que no se cumplen.

La cabeza del hombre que nada detrás de la rompiente empieza a ser cada vez más difícil de distinguir. Algunos dicen que no está. Otros insisten en señalar un sector de las olas. Hace casi ocho horas que el hombre está sosteniéndose en el agua. A lo largo del día la corriente lo fue arrastrando lejos del pueblo, pasando el arroyo Durazno, hasta la altura de la ruta. Los espectadores nos hemos ido moviendo con él, casi sin darnos cuenta. Es un nadador extraordinario, todo el día se habló de su locura pero también de su habilidad y fortaleza.

Ahora hay gente que se está yendo. Dicen que no vale la pena quedarse porque ya no se ve nada. El acantilado se va despoblando de a poco. Resisten los más imaginativos. Al día siguiente sabremos que la mujer y los hijos del nadador son los últimos en irse, cuando ya es de noche. Que se los han tenido que llevar a la fuerza.

La escena del acantilado no se transparenta, no se disipa. No hay forma de que los personajes se vuelvan borrosos. Están grabados, muy nítidos, en mis recuerdos. A los siete, ocho, o nueve años he aprendido dos verdades esenciales: que no hay que meterse en el mar cuando hay tormenta y que la muerte puede ser un gran espectáculo.