La ambigüedad de la idea de pueblo en el liberalismo funciona como hilo conductor para entender dos siglos de vida política argentina. En El conflicto que perdura, publicado por la Eduntref (Editorial de la Universidad Nacional de Tres de Febrero), Eduardo Jozami, convocado por las urgencias del presente, se inscribe en el imaginario cultural de Walter Benjamin, que consideraba que “la tradición es la práctica de excavar, salvaguardar, violar, desechar y reinscribir continuamente el pasado”, para encontrar aquello que bajo otras formas sigue vivo. Si rastrea a fondo el conjunto de contradicciones y tensiones que apuntan a la restricción de la participación política, desde la influencia de Jean–Jacques Rousseau en el pensamiento de Mayo hasta la Argentina preperonista, lo hace con la convicción, también benjaminiana, de una memoria que ligue las luchas del pasado y el presente.
En el prólogo de El conflicto que perdura. La idea de pueblo en la tradición liberal argentina, Horacio González destaca que el trabajo de Jozami se sostiene “en la originalidad de ser, a la vez que una historia argentina de las ideas, un vínculo de esas ideas con la raíz última de las decisiones políticas”. El escritor y profesor universitario reconoce que el título de su último libro tiende a jugar con la actualidad. “Si uno quiere definir en términos menos mediáticos y simplistas lo que suele llamarse la grieta en la política y en la sociedad argentina tiene que decir que hay dos miradas sobre el país, dos formas de entender la historia, la política y la cultura, que es la tradición nacional y popular por un lado, entendiendo que supone aportes de la izquierda y de diferentes tradiciones, y por otro lado lo que podríamos llamar la tradición del liberalismo conservador. Esa contraposición hoy es más actual que nunca. Ese conflicto que arranca desde los orígenes de la emancipación en la historia argentina perdura. Lo cual no quiere decir que no asuma formas diferentes en cada una de las etapas históricas”, plantea Jozami en la entrevista de PáginaI12.
–¿En qué sentido pueblo y liberalismo son dos conceptos que se atraen y se rechazan?
–Se atraen porque todo el pensamiento liberal hace referencia al pueblo como sujeto. Las revoluciones y las trasformaciones que superaron el absolutismo contrapusieron a las monarquías de derecho divino la presencia de un nuevo sujeto político. La ambigüedad que el libro rastrea es que el mismo término pueblo se usaba tanto para hablar del conjunto como para hablar de los sectores más humildes, los sectores más bajos de la sociedad. Sobre todo en el terreno cultural, el término “pueblo” tenía un sentido despectivo las más de las veces. Esa diferenciación que uno puede hacer en el terreno lingüístico tiene que ver con un discurso político que afirmaba el derecho de todos a participar, pero al mismo tiempo una minoría del sector dominante que se hace cargo del poder estuvo muy preocupada por excluir la participación de los sectores más pobres. Esa contradicción aparece desde los orígenes del pensamiento liberal. Y sigue apareciendo hoy, porque tenemos un gobierno que en su discurso convoca al conjunto del pueblo argentino y en sus políticas concretas tiende ahondar la desigualdad en nuestra sociedad. Hay otra diferencia más interesante. El liberalismo argentino le ha dado mucha importancia a la historia. Algunos historiadores han escrito en La Nación críticas a quienes hacen política con la historia, en referencia a lo que fue la gestión kirchnerista, y es paradójico que esos artículos se publiquen en La Nación, que precisamente ha sido la tribuna del liberalismo conservador argentino y que hizo política durante años con el legado de su fundador. El macrismo es heredero del liberalismo conservador porque expresa a los sectores dominantes de la sociedad argentina, pero quiere presentarse como algo nuevo. Una de las formas de hacer más creíble esa novedad es demostrar que no se liga con ninguna tradición política. Eso, como toda falacia, tiene una parte de verdad. El macrismo es también expresión de la crisis de representación política de 2001.
–¿Cómo explica que ningún líder político del macrismo apele a la palabra “pueblo”, pero sí usen el sustantivo “gente”?
–Eso no es nuevo en Argentina; mientras los movimientos populares siempre utilizaron el término pueblo, por contraposición los sectores de derecha o del liberalismo conservador prefirieron hablar de “la gente”, porque la gente no es un sujeto político. El macrismo ha exacerbado esto porque no sólo no menciona al pueblo sino que cuestiona o desprecia cualquier referencia a lo colectivo. Esta es una de las características del pensamiento neoliberal. El liberalismo tiende a hacer de cada individuo su propio empresario. La maximización del lucro pasa a ser no sólo una característica del funcionamiento del mercado, sino la norma de conducta de cada sujeto. Cuando el ex ministro Esteban Bullrich decía que cualquiera podía ponerse un emprendimiento de cerveza artesanal –y con eso parece que se podía resolver la crisis social de la Argentina–, está exagerando lo que es parte importante del discurso de que cada uno tiene que ser su propio emprendedor.
–Lo que hace el neoliberalismo, sin mencionarlo explícitamente, es alentar el egoísmo, ¿no?
–Claramente. El neoliberalismo ha igualado sociedad y mercado, es decir ve a toda la sociedad como un gran mercado. El pensamiento de izquierda de los últimos años, después de la crisis de los socialismos reales, comprendió que la idea de supresión del mercado, que aparecía como un objetivo posible en el corto plazo, debía relativizarse. Pero no se dejó de ver que el mercado es creador de desigualdad; entonces la sociedad tiene que crear anticuerpos contra el mercado. Se supone que la educación no puede ser mercado. Que los sindicatos no pueden ser mercado. Que las organizaciones culturales y artísticas no pueden ser mercado. Pero en el pensamiento neoliberal la sociedad tiene que funcionar según los mecanismos del mercado.
–En El conflicto que perdura rastrea las tensiones entre igualdad y desigualdad cuando se refiere a Jean-Jacques Rousseau y su influencia en algunos pensadores del Río de La Plata, especialmente en Mariano Moreno, y recuerda cómo se construyó una tradición de la izquierda francesa que soslaya las diferencias entre Rousseau y Voltaire. ¿Qué implicancias ha tenido esta sociedad construida entre dos filósofos distintos?
–Voltaire es el hombre que defiende la libertad de expresión y la tolerancia. Desde esa perspectiva es un crítico del absolutismo, pero piensa que la igualdad es una quimera que no puede lograrse y reaccionó con mucha violencia cuando Rousseau publica su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, donde relaciona desigualdad y cultura de un modo que a Voltaire le chocó mucho, a tal punto que le contesta –y yo cito esa carta en el libro–, algo así como “me parece muy bien cómo usted nos quiere enseñar a que volvamos a caminar en cuatro patas, pero hace sesenta años que no lo hago, así que ya no podré”. Un argumento que se ha utilizado mucho después cuando se habla de la manada, en referencia a las movilizaciones populares, o al aluvión zoológico. Se cita con frecuencia a Voltaire y Rousseau como si fueran más o menos lo mismo y eso ha sido estudiado en Francia como una creación política. La izquierda francesa, que tenía un fuerte componente liberal y otro más socialista e igualitario, ganó un espacio político y social mayor con esa sociedad entre Voltaire y Rousseau. El movimiento popular en la Argentina también tiene que recoger lo mejor de la tradición liberal y lo mejor de esa tradición liberal, desde una perspectiva emancipatoria, no son las imprecaciones de Voltaire contra la igualdad, pero sí, por ejemplo, la defensa de Voltaire en contra de las arbitrariedades judiciales que le dan un lugar a las garantías judiciales en la historia del derecho penal.
–¿Por qué en la “barbarie” no se puede ver “civilización” y en la “civilización” no se ve la “barbarie”?
–El que controla el poder pone las denominaciones, ¿no? Y el que pone las denominaciones refuerza su poder. Sarmiento dijo que Facundo era bárbaro y los unitarios de ese momento, que estaban luchando contra Rosas, eran los civilizados. Sarmiento se enamora de Facundo. Después de identificar la barbarie con lo rural, denostar al desierto, a los gauchos a los que no conocía, Sarmiento termina diciendo que si una verdadera literatura argentina va a salir de algún lado va a salir de ahí. Como lo ha señalado muy bien Noé Jitrik, en El matadero, de Esteban Echeverría, que es un cuento escrito para denostar a los federales del matadero, es decir a la barbarie –aunque no usa ese término–, los personajes federales son los únicos que tienen una vida interesante que atraen al lector. La contraposición entre civilización y barbarie es ideológica y falsa, es negadora de que entre civilización y barbarie necesariamente hay una integración. Los grandes pensadores del liberalismo argentino –Mitre era socialista cuando era joven– tuvieron arrestos de pensamiento de una democracia más profundizada, hasta que en un momento retroceden y dicen que tiene que ser una democracia de “razón”. Y los que no están en condiciones de razonar son los que no tienen propiedad. Esos pensadores fueron grandes escritores, fueron los fundadores de la literatura argentina, como decía David Viñas, que fue el primero en señalar esto con claridad y al mismo tiempo fue muy crítico políticamente de estas figuras. En el libro cuestiono que la profundización de Sarmiento de sus críticas a la barbarie lo llevó a legitimar acciones tan imposibles de justificar como el genocidio a los pueblos indígenas. La Campaña al Desierto la hace Julio Roca y Sarmiento estaba muy en contra de ese predominio de la oligarquía ganadera, que empieza a acentuarse y que cuestiona otro tipo de desarrollo basado más en la agricultura que permitiera el acceso de la inmigración a la tierra. Sin embargo, Sarmiento no sólo legitima la Campaña al Desierto, sino que lo hace utilizando las palabras más duras. ¿El neoliberalismo que nos gobierna hoy tiene algo importante que ofrecer a la cultura argentina? Me parece que no. La adjudicación de civilizados a quienes nos gobiernan hoy por contraposición a los bárbaros que los cuestionamos resulta no solo incorrecta, injusta y peligrosa, como siempre lo fue, sino que además es ridícula. Si algo tenemos que cuestionarle al proceso político de estos últimos años es no sólo la profundización de la dependencia argentina y la desigualdad, sino también una degradación cultural que no tiene demasiados precedentes en la historia.
–¿Cómo analiza el panorama político que se generó a partir de la irrupción de los cuadernos y el desfile judicial de empresarios y funcionarios vinculados al kirchnerismo?
–La corrupción no es patrimonio de ningún gobierno, menos en relación con la obra pública o con el financiamiento en las campañas políticas. A lo mejor esto tendría que llevarnos a reflexionar cómo una sociedad democrática genera controles y anticuerpos no para desterrar la corrupción, porque tal vez sea algo un poco utópico, pero sí para limitarla. Hay un aprovechamiento político del gobierno que hace que se transforme en el tema dominante, poniendo al descubierto una dependencia de la Justicia con respecto al gobierno que es preocupante. La idea es destruir a la oposición, destruir al kirchnerismo, y llevar a un extremo delirante la demonización de Cristina. Cualquiera por más antimacrista que sea –y yo me anoto en esa competencia– tiene que pensar en cómo hacemos para que estas cosas nunca más pasen en la Argentina. O pasen cada vez menos.
–¿Quizá desde el kirchnerismo se minimizó demasiado la importancia que podía tener la corrupción para una parte importante de la ciudadanía?
–El marco de la demonización del kirchnerismo no es el más adecuado para que se pueda reflexionar bien acerca de este y otros problemas, cuando uno está en el fragor del combate, donde todos los días se cercenan derechos y se cometen más injusticias y podemos sentirnos agredidos no sólo los kirchneristas, sino el pueblo en general. La manipulación de las instituciones se ha llevado a un nivel tan extraordinario y descarado que la primera obligación de todo demócrata es salir a denunciar el comportamiento del Gobierno. Pero por otro lado, es necesario discutir una legislación sobre el financiamiento de las campañas y el control de los fondos públicos, como también la necesidad de dictar nuevas normas en materia de control de la obra pública. El kirchnerismo pidió la revisión de toda la obra pública antes de que aparecieran los cuadernos. No hay que renunciar al más duro cuestionamiento de lo que se está viviendo hoy en el país, que en algunos aspectos nos tiene como víctimas o principales destinatarios de los embates del poder. Pero al mismo tiempo, la misma Cristina lo ha señalado, esto es una agresión al conjunto del pueblo argentino. Entonces tenemos la obligación de miradas más abarcadoras respecto al pasado y al futuro.