Desde el momento en que el espectáculo empieza por su epílogo, enunciado como tal, y luego se desarrolla a partir de una serie de “anexos”, que funcionan como notas al pie de página, se diría que Evel Knievel contra Macbeth na terra do finado Humberto –la obra más reciente del dramaturgo y director teatral argentino Rodrigo García, radicado en Europa– es una suerte de laberinto sin centro, un átomo sin núcleo.
La trama, si la hay, está narrada en ese epílogo, a través de una suerte de videogame naíf proyectado en una pantalla gigante, que ocupa la totalidad del fondo del enorme escenario de la sala mayor del Teatro Cervantes y que tendrá una importancia protagónica durante los 90 minutos del espectáculo. En Salvador de Bahía se libra una batalla épica, final, en el espacio mítico que media entre dos puestos callejeros de aracajé, el plato popular de la región. Allí, Orson Welles –aquejado por ese típico mal de los actores que les impide desprenderse de sus personajes– sigue imbuido del espíritu de Macbeth y ha tiranizado al pueblo y reinstaurado la esclavitud. Pero tiene dos oponentes temibles, el acróbata motociclista Even Kniebel y Neronga, una suerte de Godzilla menor que llega para ayudar al héroe norteamericano desde Tokio. Se diría que cuando concluye el epílogo concluye también el relato. Y a partir de allí, comienza la performance.
En el teatro de García el espacio escénico tiene la misma importancia que el texto, sino más, y todo adquiere una cualidad performática. Las palabras funcionan como meros signos gráficos o adquieren una cualidad sonora, distorsionada, industrial. Los intérpretes –que hablan en distintos idiomas– se expresan a través de “globos” como los de las historietas, o directamente con sus cuerpos, que nunca dejan de dar cuenta de esa batalla eterna, primordial, aludida en el epílogo. La escenografía es incorpórea y está construida a partir de espacios lúmínicos y proyecciones psicodélicas. La música, generada por uno de los actores a partir de un vibráfono eléctrico, es sampleada y contribuye al efecto repetitivo, hipnótico del espectáculo.
Así como el título de su obra remite al de los films de Glauber Rocha –Deus e o Diabo na Terra do Sol, O Dragão da Maldade contra o Santo Guerreiro– García también apela a su “estética del hambre”, cuyo extraordinario manifiesto cita completo en el programa de mano. Pero de modo más general, se diría que el autor trabaja con las instrucciones de una proclama anterior, el Manifiesto Antropófago (1928), del poeta Oswald de Andrade, y que dio pie a todas las vanguardias brasileñas posteriores, del Cinéma novo de Rocha al tropicalismo de Caetano, Gil y compañía. “Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago”, decía aquella arenga que proponía canibalizar las culturas centrales para que pudiera emerger una propia. Y mucho de eso tiene la obra de García, que pareciera disolver en el hirviente aceite de dendé todo lo que se le pone por delante: desde Orson Welles hasta la caprichosa aparición de los griegos Lisias y Demóstenes.
Todo en la obra tiene una deliberada cualidad “clase B”: Neronga, el acróbata de feria, hasta el Macbeth mismo que Welles concibió casi sin recursos y al que el espectáculo cita extensamente en su momento de mayor delirio. “Nada existe para mí, sino lo que no existe todavía”, decía Macbeth. Y García parece hacer suyo ese vacío existencial y lo devuelve a la platea en la forma de un aceitoso acarajé.