5.
Por los pasillos
de la Siberia tus pies
en zapatillas, a través del hormigón
manchado de aerosoles, bajo
las ventanas
que dan a los yuyales.
(Cigarrillos rubios
en paquetes de diez. Fotocopias,
afiches que repiten
consignas vacías. La noche
y el miedo, la humedad
de agosto, los mosquitos
de fines de febrero. Cerveza
tibia en vasos
de plástico. Veredas rotas
y mugrientas. Plátanos
medio muertos, chicos
descalzos, el troley
que se arrastra por Cerrito, los meses
que pasan sin remedio).
Y vos allí, a contrapelo
de las cosas, clavada
en la realidad como una señal
del cielo.
6.
La semiótica, los bares
mugrientos, los amores
baratos, toqueteos
en mitad de un rocanrol
y ninguna intensidad
real, ninguna pena
que supere la instancia del consuelo
sexual, de la erección
consumida con premura
juvenil sobre colchones
sucios. (Lo que fuiste
lo serás por más que yo
te escriba sin parar y escriba
por ejemplo amada mía:
a través de calles
sórdidas, vacías, mientras haya
noche seguiré
buscando). Oh McLuhan, Barthes,
Kapuscinski, Walsh,
Soriano, Mimí
Maura.
Lo importante
Puedo recordar los árboles
de nuestro amor: plátanos,
jacarandás,
palos borrachos, ceibos, tipas
y el último eucalipto
del parque Urquiza. Pero no puedo recordar
qué comiste
la primera noche. Recuerdo qué bebimos,
la marca de cigarrillos
que fumabas (Philip Morris), pero no los zapatos
que usaste. ¿O eran sandalias?
Puedo recordar lo que me dolió,
pero no lo importante: si tenías
o no aros, si alguna pulsera
bailaba en tus muñecas –juraría
que no–, si te habías maquillado,
aunque sea suavemente,
los ojos. Y sobre todo no consigo recordar
de qué largo tenías las uñas
y eso me desespera,
porque amo tus manos más que nada.
En el medio de este maldito
bar solitario, veinte meses después
de que me resigné a perderte,
comprendo que no te perdí entonces
sino que te pierdo un poco
cada día.
Querida, ya no importa
que me ames, pero
¿llevabas el cabello hasta los hombros
o sólo hasta el final
del cuello?