Nacieron en la búsqueda de armas más eficientes en la guerra contra lo que venga, con el objetivo de reemplazar a los aviones tripulados, y hoy pueblan los cielos. “Drones” o, como se los conoce en la jerga militar, UAV: unmanned aerial vehicles. O en castellano VANT: vehículos aéreos no tripulados. Son excelentes para misiones de reconocimiento y vigilancia, sus principales ventajas son que no son tripulados y que cuestan menos que un avión regular, y fueron bautizados así porque los primeros prototipos hacían un ruido similar al de los zánganos (drone es zángano en inglés). Pero fue cuando se les sumó la capacidad de portar armas que se volvieron estrellas indiscutidas de la guerra contra el terrorismo. Volaron alto y altivos por Irak, Afganistán, Yemen, Pakistán y Somalia. Pese a la falta de datos oficiales confiables, la ONG New America estimó que durante la administración Obama hubo 355 ataques a objetivos militares vía drone, sólo en Pakistán, con un saldo de entre 1900 y 3110 muertos, según las diferentes fuentes utilizadas para recopilar los datos. El 10 por ciento fueron civiles. En 2015, el Congreso de Estados Unidos autorizó a sus contratistas a exportar esta tecnología, y se cree que el mercado potencial de drones espías asesinos es de unos 11 mil millones de dólares. Como reza el título del segundo disco de Megadeth: La paz se vende… pero ¿quién la compra?
Las tecnologías nacen de la guerra y llegan a la sociedad civil. Los drones, robots con alas a los que cualquiera puede acceder por un par de miles de pesos, constan en general de un sistema de cuatro rotores que le permite volar con un control muy preciso, mediante un algoritmo matemático que automatiza las funciones de vuelo. Cada vez que alguien mueve una palanquita en el control remoto para que el drone suba, baje, vaya hacia adelante o atrás, su computadora de vuelo hace los cálculos necesarios para coordinar las cuatro hélices y que ejecuten la orden. No hay forma de que un humano pueda manejar las cuatro en simultáneo: por eso, los drones son otro síntoma de la llegada de la automatización y la robótica a la vida cotidiana.
A los drones es imposible disociarlos de su función principal: filmar. Tanto en el campo de batalla como en la ciudad, un drone es la posibilidad de poner un ojo en el cielo. El ojo de dios o el fetiche del plano cenital. La revolución del sensor CMOS permitió cámaras de alta definición con tamaños de un pulgar. Y con portabilidad y HD, el matrimonio entre cuadricópteros y cámaras selló su destino. Pero no todo es alegría: en la resolución 527/2015, del 10 de julio de 2015, la Administración Nacional de Aviación Civil aprobó un reglamento provisorio para los VANT que en su artículo primero prohíbe para el uso recreativo “la fotografía o filmación no consentida de terceros o de sus bienes o pertenencias” y “la observación, intromisión o molestia en la vida y actividades de terceros”. Además, todos los usuarios tienen que registrarse y sacar un seguro.
El boom de los drones también llegó al Estado. El Municipio de Tigre, desde 2014, fue el primero en usarlos para tareas de vigilancia: dos cuadricópteros holandeses. El uso de aparatos de este tipo como dispositivo vigilante constante es algo absurdo, pues cuentan con poca autonomía para volar, 40 minutos promedio. Por lo tanto, pueden ser utilizados en situaciones específicas pero no constantemente. Para ello, sigue siendo mejor poner una cámara arriba de un palo. Y Tigre es el distrito donde más cámaras arriba de un palo hay: 1300 que, según los funcionarios, tienen un rol disuasivo. Allí, dicen, desde que la seguridad está monitoreada los robos de autos bajaron un 80 por ciento. Sin embargo, el delito no se esfumó, sencillamente se mudó de vecindario.
La videovigilancia se convirtió en una herramienta de marketing político para su ex intendente, el diputado nacional Sergio Massa. Los videos de robos y operativos policiales inundaron los canales de noticias, ávidos de acción en vivo. En una sociedad presa del temor, donde la inseguridad aparece entre las principales cuestiones a resolver en cada encuesta publicada, la seguridad es un producto. Se compra, se vende. El negocio de la videovigilancia en el país está manejado por Nec, que compró a Global View, la empresa del ex-montonero Mario Montoto, que aunque la vendió en 2012, sigue trabajando en el ramo y es un peso pesado en la industria de la defensa: instala y mantiene cámaras de seguridad en la vía pública en la Ciudad de Buenos Aires, La Plata, Tigre, Lanús, Mar del Plata, Lomas de Zamora y Rosario.
“El mayor efecto del panóptico es que induce al preso a un estado de conciencia y visibilidad permanente que asegura el funcionamiento automático del poder. El orden que configura la vigilancia es permanente en sus efectos, aún cuando no lo es en sus acciones; esa perfección del poder hace tender a que su propio ejercicio sea innecesario.” El panóptico de Bentham, descrito así por Foucault, era un dispositivo que permitía el control carcelario. La idea de Foucault es que la sociedad y sus dispositivos de control funcionan como un gran panóptico, una forma de la función disciplinaria que surgió en plena revolución industrial para controlar al nuevo sujeto social: las masas obreras.
Pero, si asumimos que estamos en una era post industrial, ¿qué pasó con el panóptico? Asistimos a la inversión de Foucault. La irrupción de las redes sociales nos vuelve sujetos de la atención mutua: en tanto que miro y soy mirado, soy. Posteo luego existo. No hay experiencia del mundo sin ser mirados. ¿Gocé de ese postre si no le saqué una foto y lo subí a Instagram? ¿Que significa la intimidad en la era post-industrial?
Dice Dürrenmatt: “Ellos se sentían sin sentido, a menos que fueran observados, y ésta era la razón por la que todos miraban y sacaban fotos, películas, los unos de los otros, por miedo a experimentar el sinsentido de su existencia… caminando cerca de la esperanza vana de encontrar de alguna manera ser vistos por alguien, en algún lugar”. Redes sociales para combatir la angustia existencial.
Empezó como un rumor entre empleados del Estado. Con el nuevo gobierno, los funcionarios de segunda y tercera líneas empezaron a revisar las cuentas de Facebook y Twitter de sus subalternos. Práctica extendida en el ámbito privado, se importó a la función pública. Así, se multiplicaron los candados en las cuentas de quienes se sentían opositores al gobierno de turno o temían ser cesanteados por portación de kirchnerismo. Vigilante nivel 1.
El rumor, que parecía absurdo, mutó en algo más y desnudó la postura de Cambiemos al respecto. Primero, el caso de Maribel Durand, ex empleada pública que amenazó a Antonia Macri por Twitter y está acusada en una causa que encabeza el juez Ariel Lijo. Segundo, la detención de Miguel de Paola, acusado de “amenazas terroristas” por esa misma red social, y liberado luego de 50 días de detención por esta causa que tiene la jueza María Servini, finalmente caratulada como “intimidación pública”.
¿El Ministerio de Seguridad no puede distinguir entre un chiste y una amenaza real? ¿Es torpeza y falta de criterio? Es dudable. Las detenciones tienen un mensaje claro: “Te estamos leyendo”. La administración Macri le presta singular atención a las redes sociales para medir reacciones, instalar temas y formar discurso. ¿Y disciplinar? También. Vigilante nivel 2.
Pero el dato sobresaliente fue, sin duda, la resolución 166-E/2016, en la que se aprobó un convenio entre la de Jefatura de Gabinete y la Anses “mediante el cual se establece el marco técnico jurídico para el intercambio electrónico de información contenida en sus bases de datos consolidadas”. Así, la Jefatura de Gabinete se hacía con datos de toda la población para fines comunicacionales, según dijo Marcos Peña. Los datos que Anses transó fueron: nombre y apellido, fecha de nacimiento, DNI, CUIT/CUIL, domicilio, teléfonos, correo electrónico, estado civil y estudios. La posibilidad de que el gobierno desarrolle perfiles detallados de cada ciudadano a partir de estos datos está ahí nomás. A un paso.
La información personal circula en las bases de datos de gobiernos y empresas. Nuestras caras están filmadas y almacenadas en los servidores de las empresas que le venden seguridad al Estado. Nuestros datos biométricos, almacenados en servidores que corren en plataformas de Microsoft. Nuestra vida, parametrizada por nuestros celulares e interacciones. Nuestra privacidad, naufragando por Facebook, Twitter, Instagram, Snapchat o Whatsapp. Por ahora no tenemos ni la más puta idea de qué hacen con nuestros datos. Este es el nuevo panóptico post-industrial. Este es el nuevo mar de la información en que nuestra vida está sumergido. Y aún no sabemos cuáles son las consecuencias de vivir bajo este formato, ni las nuevas relaciones sociales que generará este dispositivo. Lo que sí sabemos es que no hizo falta ningún gobierno totalitario. Este es un logro del marketing.