Desde Barcelona
UNO ¿Es resignado y triste amor o apenas sutil agresión pasiva lo que hace que la esposa de Rodríguez no deje de regalarle todos y cada uno de esos libros pertenecientes al género yo-también-quiero-ser-escritor? A principios de agosto, la mujer llegó con La epifanía de las 3 A:M de Brian Kiteley y 50 consejos para ser escritor de Colum McCann. Rodríguez los leyó bajo la sombrilla que lo protegía de un andaluz sol de justicia. Y los subrayó y los meditó y, por supuesto, no escribió nada.
Ahora, de regreso en Barcelona y con voz cantarina, ella le dice: “Mira lo que me encontré para mi pequeño Tolstoi”. Y lo que encontró la mujer de Rodríguez es un libro de un tal Richard Cohen, editado por Blackie Books, que se titula Cómo piensan los escritores y subtitulado Técnicas, manías y miedos de los grandes autores.
Ay, piensa Rodríguez.
DOS Y el título original en inglés del libro de Cohen es el mucho más gracioso y tanto más perturbador Cómo escribir como Tolstói: Un viaje a las mentes de nuestros más grandes escritores. Y Cohen parece saber de lo que está hablando, aunque eso acerca de lo que habla sea un misterio nunca del todo posible de develar, y está bien que así sea.
Rodríguez leyó en alguna parte que los lectores podrían dividirse del mismo modo en que puede dividirse al público que acude a un espectáculo con mago: están los que lo único que les interesa es descubrir cómo lo hizo y están los que sólo buscan entregarse a la maravilla y nada les interesa menos que le revelen la verdad de la ilusión y la mecánica del truco.
Yo, se dice Rodríguez, no pertenezco a ni un ni otro bando: yo soy ese tipo que siempre piensa en levantar la mano cuando piden a un voluntario para la siguiente prueba pero que, finalmente, nunca se anima a subir al escenario por miedo a que lo corten en dos y no puedan volver a unirlo. O, quién sabe, tal vez teme descubrir que lleva toda la vida partido por la mitad y que nunca nadie le dijo nada.
TRES Pero lo que más le gusta a Rodríguez del libro de Cohen es su condición de astuto y nutritivo anecdotario de varios de sus autores favoritos funcionando como manual casi subliminal. Una forma de aprender más a partir del ejemplo que del ejercicio. Así, la parte de publicista de Rodríguez piensa “producto perfecto”. Algo que no te exige sino que te da y que apela tanto al lector que quiere escribir como al escritor que nunca dejará de ser lector. Y ya desde la primera página Rodríguez comprende que Cohen va a ser buen amigo porque elige como ejemplo del hechizo que un hechicero ejerce sobre sus hechizados esa escena que él jamás olvidará lo que sintió al leerla por primera vez porque es exactamente lo que sigue sintiendo cada vez que la evoca o la relee. Ese momento de Anna Karenina en que el terrateniente lírico Konstantin Levin le pide matrimonio a la princesa Katerina Aleksándrovna “Kitty” Sherbatski escribiendo con tiza sobre el tapete verde de una mesa de juego iniciales letras sueltas que, definitivas, ya nunca volverán a separarse. Porque Kitty va a leerlas y a hacerlas suyas con todo su corazón y su cerebro y su espina dorsal.
CUATRO A modo de introducción a sus Lectures on Literature, Vladimir Nabokov –quien entendía a Tolstói como el más grande entre los rusos y a Anna Karenina como la mejor novela del siglo XIX– había ofrecido las coordenadas para un lector ideal, que para él no era otra cosa que un relector constante. Porque Nabokov pensaba que releer un libro era recordar con mayor precisión y más detalle lo que ya había parecido inolvidable y digno de retorno. Palabras preliminares en las que Nabokov –insistiendo en su desconfianza despectiva en toda ambición realista– abogaba y defendía la voluntad de un artista valiéndose de materiales verdaderos pero sólo para luego, de inmediato, esculpir o pintar o componer un mundo propio donde acabar reuniéndose con su lector y fundirse en un abrazo mutuamente agradecido.
“La literatura es invención. La ficción es ficción. Calificar un relato de historia verídica es un insulto al arte y a la verdad. Todo gran escritor es un gran embaucador, como lo es la architramposa Naturaleza. La naturaleza siempre o engaña. Desde el engaño sencillo de la propagación de la luz a la ilusión prodigiosa y compleja de los colores protectores de las mariposas o de los pájaros, hay en la Naturaleza todo un sistema maravilloso de engaños y sortilegios. El autor literario no hace más que seguir el ejemplo de la Naturaleza... Para gozar de esa magia, el lector inteligente lee el libro genial no tanto con el corazón, no tanto con el cerebro, sino más bien con la espina dorsal. Es ahí donde tiene lugar el estremecimiento revelador, aun cuando al leer debamos mantenernos un poco equidistantes, un poco despegados. Entonces observamos, con un placer a la vez sensual e intelectual, cómo el artista construye su castillo de naipes, y cómo ese castillo se va convirtiendo en un castillo de hermoso acero y cristal”, instruía Nabokov.
Y cómo podía estar seguro un escritor de que ese lector era suyo, el suyo, el correcto y el indicado, el que poseía todas las facultades para leerlo y entenderlo mejor y que, por lo tanto, valía la pena invitarlo a que pase a su castillo.
Para responder a ello, Nabokov –“una tarde, en una remota universidad de provincia donde yo daba un largo cursillo”– había propuesto las opciones de un test multiple choice.
Nabokov advertía de que “he perdido esa lista; pero según recuerdo la cosa era más o menos así” y que todo pasaba por la selección de cuatro ítems en una lista de diez que eran los siguientes.
Un buen lector:
1) Debe pertenecer a un club de lectores.
2) Debe identificarse con el héroe o la heroína.
3) Debe concentrarse en el aspecto socioeconómico.
4) Debe preferir un relato con acción y diálogo a uno sin ellos.
5) Debe haber visto antes la novela adaptada al cine.
6) Debe ser un autor embrionario.
7) Debe tener imaginación.
8) Debe tener memoria.
9) Debe tener un diccionario.
10) Debe tener cierto sentido artístico.
Y, claro, para Nabokov (quien ya en una entrevista había precisado los tres niveles de lectores: “en el fondo aquellos que buscan el ‘interés humano’; en el medio, los que quieren ideas convenientemente empacadas acerca de la Vida y la Verdad; y en lo más alto, los lectores apropiados a quienes les preocupa el estilo”) las respuestas obviamente correctas eran tan fáciles de discernir. Pero Nabokov, con decepcionada satisfacción no dejaba de comprobar —sus alumnos optaban casi siempre por lo protagónico, lo dialogado y lo socioeconómico— que solían ser las menos marcadas. Y estas eran la 7, 8, 9 y 10: imaginación y memoria (propiedad a la que el escritor consideraba “una herramienta”) y diccionario (“pero uno de esos diccionarios con el tamaño de un elefante”, precisaba) y un cierto sentido artístico.Es decir, que ese lector pensara como piensa alguien muy parecido a un gran autor. Que ese lector piense como un gran lector.
Y Rodríguez se dice que algo es algo. Que ese algo es mucho. Rodríguez piensa que tal vez (casi seguro) jamás llegue a ser un gran escritor, pero que siempre se está a tiempo a de ser un gran lector. Y que hasta es posible que ya lo sea porque –como leyó también en la primera línea del breve pero inmenso Trance de Alan Pauls– él también descubrió desde sus inicios que “nada le importa más que leer”. Y –como admiró al final del aventurero y doméstico pero nómade aunque sedentario y real en tanto imaginario “Curriculum vitae” de Antonio Orejudo en sus Grandes éxitos– que “He leído, en definitiva, algunos libros, lo he pasado bien”.
Y pensando en eso le dice gracias a su esposa (no importan sus motivos) y, con el libro bajo el brazo, Rodríguez pone rumbo a ese hermoso castillo de acero y de cristal que es el baño de su casa para allí, en su trono, pensar como los escritores, como los lectores, como los personajes.
Porque pensar –en cualquier caso y como por arte de magia– siempre fue y es y será sinónimo de leer.