Hago radio desde la adolescencia. En mi caso no es una forma de decir. ¡Las hacía!

A los 14, 15 años, trabajé durante las vacaciones de verano en una fábrica de Alberdi, donde armábamos con mi querido Pablo Alfieri los gabinetes de esos maravillosos aparatos.

Hacer radios me dejó marcas profundas, imborrables: me reventé el pulgar de la mano izquierda con una masa y una cicatriz me lo recuerda. Ahorré dinero para comprar mi primer tecladito, que después vendí para irme de viaje de estudios a Bariloche. Ya de chico estaba en deuda con la radio.

Unos años después tuve la posibilidad de “hacer radio” de otra manera, frente a un micrófono, con oyentes e interlocutores. Así empecé en el periodismo. Nunca lo pensé, pero hubiese sido genial que alguien me escuchara en uno de los aparatos que habíamos armado, seis o siete años antes, en aquella fábrica. ¡Sobre todo porque eso comprobaría que no las armábamos tan mal!

No sé qué hice mejor, si gabinetes o programas de radio. Sólo sé que le debo mucho a este medio de comunicación. Quizás lo más valioso sea su compañía fiel, mágica e infatigable.

Un puñado de razones que la hacen única y que, 98 años después de su nacimiento, le permiten seguir batallando con éxito contra todos los tanques y las modas que le pone enfrente la tecnología.