“Sin cuerpo no hay actuación”, afirma Gustavo Garzón, y su sentencia pasaría inadvertida si no fuera que en esas palabras está condensado el sentido de su último proyecto teatral: 200 golpes de jamón serrano. En largas décadas de trabajo en escenarios y estudios televisivos, Garzón conoció el éxito pero también los sinsabores del oficio. “Nunca tuve una devoción por mi carrera actoral. Tuve varias instancias de quiebre, de aburrirme con la actuación y de sentir que ya había llegado a un techo y que nunca lo iba a poder superar”, asegura y agrega: “Tuve varias crisis y en una de ellas me di cuenta que yo actuaba con la cabeza, pero que nunca metía el cuerpo. Y por eso la fui a buscar a Marina”.
De otra generación, y con un espíritu fresco y lanzado, la bailarina y performer Marina Otero conmovió al actor con su trabajo en Recordar 30 años para vivir 65 minutos, una performance autobiográfica de su autoría, y lo convenció, sin proponérselo, de que ella era la que podía ayudarlo a romper con sus esquemas.
“La vi varias veces y pensé que quería hacer algo con ella. Entonces, fui a su casa y le dije que andaba con algunos problemas emocionales y que quería hacer algo que tuviera que ver con eso que me pasaba. Le dije, también, que quería meter el cuerpo, bailar y cantar. Yo buscaba una verdad que nunca había conseguido en la ficción, y quería aproximarme a la verdad que vi en ella”, cuenta el actor.
Alcanzar esa verdad fue, entonces, el motor principal para arrojarse a un terreno desconocido, pero con la firme convicción de que el objetivo dramático se lograría hablando de él mismo. Y fue ahí donde el dominio de Otero en el género de la autoficción jugó fuerte al momento de empezar a escribir la obra. El resultado se ve en escena, con un Garzón que enhebra un relato donde se conjugan anécdotas de su infancia y sus inicios en la actuación con el recuerdo de la superación de un cáncer de lengua y la enfermedad y muerte de la actriz Alicia Zanca, con quien tuvo tres hijos, entre otras confidencias y datos de color con nombres propios. Pero la pieza no se agota en ese monólogo, y trasciende lo biográfico. “Mi vida es un disparador para contar el cruce y el vínculo entre lo que significa el arte en Marina y en mí”, señala al respecto.
Por su parte, Otero aparece, a través de su triple rol de actriz, autora y directora, para enriquecer la historia y llevarla a un terreno metateatral que revela las tensiones entre los circuitos del arte independiente y el comercial a la que vez que expone una crítica hacia el ego y la autocomplacencia de los artistas.
“Es la primera vez que trabajo con alguien que viene de otro lugar. Como se cuenta en la obra, en un momento mi encuentro con Gustavo empezó a tener choques. Pero dejar que eso ocurriera era parte del proceso y entendimos que esos roces y accidentes también podían ser llevados a la ficción”, sostiene Otero.
Mientras Garzón actúa en la calle Corrientes, en Como el culo, viene de estrenar en Uruguay Down para arriba, una película documental con actores con síndrome de Down, y filma una serie sobre la vida de Monzón, Otero actúa y dirige en Hogar, una obra de danza y teatro off, y se prepara para reponer en octubre Recordar 30 años para vivir 65 minutos en Timbre 4. Cada uno con su arte, y desde mundos distintos, confluyen en 200 golpes de jamón serrano para construir una simbiosis entre la fama y el under.
– Gustavo Garzón fue a buscarla para hacer una obra juntos. ¿Qué le atrajo de esa propuesta?
Marina Otero: –Me llamó la atención y pensé: “¡Qué propuesta extraña!”. Pero siempre me gustó lo extraño, entonces me parecía un desafío trabajar con alguien que proviene de un mundo que yo no conocía, de otra generación, y que había trabajado tanto en el medio televisivo al que tampoco conocía mucho porque siempre estuve muy encerrada en mi mundo del teatro independiente.
–¿Usted también sintió ese desafío?
Gustavo Garzón: –Sí. Conocí un género que yo no había transitado y que tiene que ver con la performance, con hablar desde uno y no desde un personaje y con cantar y bailar, cosas que nunca había hecho en mi vida, por vergüenza. Por eso, nunca me bajé de este barco porque desde el primer momento me latía positivamente todo esto. Sentía que acá había algo que necesitaba, más allá del espectador. Yo salía de los ensayos muerto, pero renovado, sintiendo que había podido meter mi cuerpo y mi cabeza en esa licuadora, y empezar de cero de alguna manera. Este momento coincide con una etapa de mi vida en la que también me estoy remodelando como persona, entonces esto no podría haber ocurrido ni hace diez años, ni hace veinte. Tenía que ocurrir ahora que me sentía preparado para animarme a algo así, que es algo riesgoso.
–¿Cómo trabajaron la construcción de la puesta y del texto?
M. O.: –Los dos decidimos empezar a probar, y tuvimos unos primeros ensayos bastante ricos y muy expansivos donde en principio él improvisaba solo, y desde lo físico, a partir de propuestas y textos que llevábamos. Yo trabajo así, primero con el cuerpo y después pensando. Así empezó el trabajo, y en el medio de todo el proceso me di cuenta de que lo interesante era el encuentro entre el mundo de Gustavo y el mío, muy distintos entre sí, pero que se unían para crear otro mundo. Entonces, ambos decidimos que yo me sumara a la obra.
–¿De dónde surgió ese deseo de contar parte de su vida?
G. G.: –Estoy en una etapa un poco autorreferencial, en la que también hice una película documental, Down para arriba, sobre el síndrome de Down, por mis hijos. En ese contexto, me di cuenta de que esa verdad que yo buscaba era inalcanzable desde la ficción y tenía que aparecer en mí mismo. Yo sentía que estaba en una crisis porque no podía llegar a jugar con mis emociones en la ficción y me quedaba muy lejos de los personajes, que terminaban siendo fríos. Por eso, necesité acudir a esta experiencia, donde trato de exponer miserias, vulnerabilidades, fragilidades y también me río de mí mismo. En un momento me sentí muy expuesto, pero Marina fue muy clara: “Si querés verdad, jugátela”. Y me la jugué.
M. O.: –La verdad también puede aparecer detrás de un personaje, y no necesariamente porque uno hable de sí mismo. Pero pienso que hay algo en el trabajo de exponerse que es como desnudarse, como sacarse la piel y todo lo que uno oculta. En la ficción, el actor siempre se esconde detrás de los personajes, y por eso pasa algo interesante cuando hablamos desde nosotros, porque empezamos a cuestionarnos hacia adentro un montón de cosas. Es como un trabajo psicoanalítico.
* 200 golpes de jamón serrano puede verse en Chacarerean Teatre, Nicaragua 5565, los lunes a las 21.