Salvando las distancias con nuestra perfomance local de cuadernos Gloria escritos por la Virgen, un Senado en sotanas argumentando contra el aborto y el Papa llevando a los niños homosexuales a terapia, 2018 será recordado como el año en que el culebrón mexicano resucitó. Primero fue Luis Miguel, la serie, con su maridaje triangular entre folletín, estrategia de marketing y chimento que volvió la vida de un astro (apagado) en motor de búsqueda. La ficción espoleada se reconcilió con realitys y redes e impuso un mecanismo inédito, la retroalimentación: cada capítulo lleva a Google para chequear datos que no le importaban a nadie, como quién canta mejor “La Malagueña”, si el nieto de Django que hace de Luismi pequeño o el mismo Luismi pequeño; y de la red al capítulo siguiente a buscar más respuestas dudosas.
Mientras las productoras se preguntan con qué celebrity seguir la racha, parece que unos agentes de Netflix fueron hasta el supermercado donde hace sus compras el director mexicano Manolo Caro (en su haber títulos como No sé si cortarme las venas o dejármelas largas, Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando y La vida inmoral de la pareja ideal) y según él mismo cuenta, le tocaron el hombro y le dijeron: “Queremos una telenovela para millennials”.
Es evidente que interpretó por millennials lo que quiso o lo que sabe, y así es que produjo la primera telenovela mexicana auténticamente maricona, un compendio ilustrado del closet, madre de todos los ocultamientos que por obvias razones no había sido explotado como se merecía en el área del culebrón. Si millennials significa conseguir pasar al siglo XXI con un género en decadencia, con el bagaje de los 80 -Verónica Castro incluida en sus trajecitos sastre- cuando la homosexualidad no tenía un discurso público y recién empezaba a gestarse como organización política, cuando no se hablaba de sida pero en la mesa se recomendaba electroshock para desviados; si millennial es negarse a lo que se espera de una edición millennial y entonces las escenas despliegan tiempo suficiente para silencios, gestitos, diálogos con réplicas a lo Oscar Wilde mexicano y un personaje que habla empastillada impone todavía más stop a la exigencia de velocidad, entonces Manolo Caro lo hizo. Un producto popular, entendido lo popular como un estado de las cosas, fluctuante ensayo de identidades y de lazos que existen o que ya vienen. Para todes (con guiños y claves) y también para todos (con humor a lo loca y pedagogía de shock).
En el retrato familiar que abre cada capítulo los personajes de la familia De la Mora (apellido que para Moral le falta una letra y para Amor le sobre otra) aparecen carcomidos por toda una simbología queer, desde el pink flamingo bajo la manga hasta el colibrí que chupa la sangre del padre. Pero bajo el closet de cristal de la familia perfecta que se desmorona, el foco está puesto en otra cosa, en las grietas de los deseos individuales, e individualistas también. Porque no se trata del closet que viene siendo representado en un arco que va desde el tormento hasta el orgullo. Es un closet de pura ilusión, dislocamiento que no se cuida de caer en la complacencia Y si la serie le roba a Almodóvar lo que Almodóvar le robó antes al género también pone en juego una lengua propia de “la loca” tal como la definía, entre otras adelantadas, Pedro Lemebel: “porque el pensamiento de la loca siempre es un zigzagueo, nunca te va a contar la verdad, la verdad tiene que ver con la cristiandad y con Dios, nosotros hacemos un zigzagueo, a veces para que se note, a veces para que no, una oblicuidad del discurso.” En otras palabras, el culebrón suma la sutileza que nunca tuvo en la construcción de estereotipos y situaciones. Pero además, entre la saga que revive a Luis Miguel y la que revive a Verónica Castro, hay una gran diferencia en la selección de los escollos. Los primeros pertenecen al catálogo heteropatriarcal: padre villano machista, niño explotado que no era gay aunque parecía y una esposa sojuzgada hasta la desaparición. En La casa de las flores en cambio, la diversidad sexual es el problema que explota en cada capítulo y también es la mejor solución.
La épica de las identidades llegó al rescate de un género que no sabía para dónde agarrar desde que el amor romántico cayó en baja, whatsapp secó las lágrimas en el teléfono y la duda sobre la filiación no puede durar más que lo que tarda una prueba de ADN. Cada personaje lucha por ser lo que es, lo cual no significa que lo sepa o que no lo modifique en el transcurso de los 13 capítulos. Cuando un personaje descubre que no es hija de quien toda su vida creyó su padre, no pone el grito en el cielo como en las viejas telenovelas, celebra con un baile su nueva identidad judía. Y ante un ex marido que en realidad era una mujer trans, la pregunta que surge también es identitaria. Dice Paulina en su particular acento que la vuelve única: “¿Será que entonces éramos lesbianas?”
Los personajes ya no luchan por un amor imposible, aunque a veces se distraigan y pidan matrimonio y prole. Las verdades explotaron y los amores son líquidos. En este contexto, la escena en que Paulina pide permiso para tocarle las tetas a su ex marido, es uno de los momentos más conmovedores, síntesis de por dónde pasa la empatía que busca esta historia.
En fin, si quedara alguna duda de que La casa de las flores patea para el otro lado y pone la carne maricona al asador, veánse los culos al viento y los chongos musculados que aparecen por capítulo, no importa que hagan de novio hétero, taxi boy o stripper, ni tampoco se molestan por encajar para nada en la lógica de la trama. Las escenas homoeróticas aparecen de golpe y sin falta, con una clara estética Grindr y como un servicio a una comunidad confinada durante todos estos años a un closet visual.
La realidad siempre supera a la ficción y como prueba, las declaraciones de Verónica Castro a la prensa parecen pálido espejo de lo que dice su personaje de matriarca recién llegada al presente: “Le ofrezco disculpas a la gente que me conocía de antes, porque no van a encontrar a Mariana, ni a Rosa, olvídense de eso, ya pasó… Soy exactamente lo contrario de lo que ustedes han visto en mi vida y mi carrera artística. (…) “Siempre me negaba a dar un mal ejemplo en la pantalla porque es por escuela. Te decían: ‘No debes de fumar’. Yo era una fumatérica asquerosa, que me fumaba una cajetilla completa o más, y tenía que salirme o fumar atrás del sillón y estarme escondiendo porque no puedes dar mal ejemplo. Ahora es al revés.”
Revancha de la loca: la madre de los ocultamientos, “bendice” la diversidad, por conveniencia, por contrato, por lo que sea. Y vuelve a la vida y se chinga a su madre.