Todavía creía en los Reyes Magos, cuando su padre lo subió al asiento trasero del flamante Kaiser Carabela, junto a una gruesa soga enrollada como una yarará. No era la primera vez que viajaban  solos.

Anteriormente habían visitado la vecina ciudad de Rosario, para conocer  las riquezas de la verdadera Argentina expuestas en la Asociación Rural. Pero lo de aquella noche le quedó grabado para siempre en sus retinas. Su papá, preso de una alegría tan desbordante como violenta, le transmitió miedo desde un primer momento. Llegando al centro de Cañada  de Gómez, una multitud cantando la marcha de la libertad , agitando banderas blancas, celestes y amarillas, dificultaban el tránsito. En un momento dado, la inesperada maniobra del chofer lo descolocó por completo. Girando la marcha en un ángulo de noventa grados, subió a la vereda sorteando árboles, hamacas y bebederos a gran velocidad hasta detenerse frente al monumento de una mujer. Con la misma mueca fantasmal dibujada en su rostro, el justiciero extrajo la soga cargada en la butaca para dicho fin. Ató un extremo en el paragolpes y el otro en el cuello del busto en cuestión. Abrazado al respaldar de su asiento, Edgardo miró azorado por la luneta trasera arrastrar por varias cuadras los restos del monumento entre seguidores que pateaban, escupían e insultaban al pedazo de piedra en ruinas. En tiempos de bastones largos viajó rutinariamente a la facultad de Ciencias Económicas para cumplir con el mandato familiar. Durante una peña de estudiantes, a la que no pensaba asistir, conoció a Eva, joven estudiante de Letras, con quien se animó a escribir las primeras hojas de su propio libro. Un corazón  enamorado es permeable a poesías, utopías e ideales. Con palabras de Pablo Neruda, eligió torcer su destino, se quedó a cantar con los  obreros en medio de una nueva historia y geografía. Jornadas de 12 horas de trabajo en Metcon, fábrica metalúrgica de Villa Constitución, fabricando blocks de motores para la Ford en medio de pésimas condiciones laborales, ampliaron su conciencia sobre la explotación del hombre por el hombre. Le dolían como propias las quemaduras de sus compañeros con gotas de metal a mil grados. Entendió que dicha realidad nunca cambiaría con meritocracia individual, sino con una lucha colectiva constante. Junto a varios compañeros jóvenes e inexpertos,  alejados de toda burocracia sindical, embanderados en marrones sueños,  supieron ganar las elecciones de su gremio en 1974. Un día antes de comenzar el invierno del 75, centenares de motores volvieron a su lugar de origen, cruzando el arroyo del medio, pero transformados en caravana de Falcon, ocupados por represores oficiales, parapoliciales ilegales con pasamontañas en la cabeza y rifles asomando por las ventanillas. Salvó su vida de milagro gracias a un vecino anónimo, solidario con el   "complot subversivo". Durante la noche que pasó escondido en un altillo convertido en altar mundano, entre flores, velas y estampitas adornando  un busto de yeso, réplica exacta del que alguna vez había visto rodar por las calles de su pueblo, rezó sin saber rezar por todos sus compañeros perseguidos. No fue nada fácil reorganizarse con los cuadros descabezados, pero igualmente lo consiguieron, presentaron lucha e hicieron historia. Dos meses de huelga, despidos, muertos, desaparecidos. La distancia, a veces, aclara las cosas. No había sido una casualidad, más bien se había tratado de un ensayo del golpe de estado que se concretó un tiempo después. Desde el exilio imaginó a su patria como una gran fábrica metalúrgica controlada por un poder económico armado, con uno de los directores de Acindar como ministro de economía con plenos poderes para delinear un plan perverso. Los televisores del aeropuerto de Ezeiza reflejaban la caída del monumento a Saddam Hussein en el centro de Bagdad, el día de su definitivo regreso. Aunque siguió luchando desde distintos lugares por todos los hechos que le parecieron injustos, parado sobre la honestidad intelectual y la coherencia, siempre lució con orgullo sus mejores medallas morales prendidas en su corazón, aquellas que lo distinguen como ex combatiente del Villazo. Comenzó a cuidarse con la sal en las comidas desde el último ataque de presión que lo dejó internado durante un mes, consecuencia de las imágenes expuestas en un noticiero, sobre el derribo de la estatua de Lenin en Kiev. Mientras caminaba sorteando sombras chinescas manejadas desde el pasado, sufrió como un hachazo en el medio de su memoria, la noticia de la muerte de su padre ideológico. Cacho Covacich, parroquiano del bar Maditerráneo, en donde desayunan religiosamente, se animó a interrumpir su duelo con una pregunta: "Che Zurdo, ¿Qué opinás de la última voluntad de Fidel, de no utilizar su figura para erigir monumentos?". Después de saborear despaciosamente su cortado, buscó la mejor respuesta en el fondo del pocillo. "Los tiempos cambian pero la esencia humana no. Un hombre que luchó toda su vida convencido en que era posible modificar la conciencia antes que la especie, sabía que las ideas son como los amores, pasajeras. Las que perduran en el tiempo son aquellas que han echado raíces en el alma. El bronce, la piedra, el yeso nada saben del misterio. Los ecos del ruido de un monumento derribado quedan para siempre dando vueltas en los oídos de los inocentes, como gárgaras de intolerancia en la profunda garganta del odio".

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