La aparición de La vida extraordinaria, semanas atrás en el Teatro Cervantes, generó expectativas. Esta obra le sigue, en la carrera del director y dramaturgo Mariano Tenconi Blanco, a Todo tendría sentido si no existiera la muerte (2017), un suceso de público de tres horas de duración. Al mismo tiempo, las actrices, Lorena Vega –que protagonizaba también aquella– y Valeria Lois, son dos de las más destacadas de la escena local. Vienen de brillar en unipersonales y de trabajar con importantes directores, aparte de que son viejas amigas con un pasado teatral común (y esto, para deleite del público, se filtra). Entonces, La vida extraordinaria prometía. Y a lo mejor sea otro suceso. Todos los elementos de la puesta son destacados, pero el dúo de intérpretes es el que más impacta. Es descomunal lo que hacen las actrices para recorrer la vida de dos inseparables amigas, con sus amores, desamores, desventuras, encantos, padres, embarazos, fracasos, duelos y una pasión que lo atraviesa todo y las salva: la literatura.
En el título de su obra anterior, Tenconi postulaba que si la muerte no existiera igualmente todo quedaría dotado de sentido, rebatiendo el lugar común de que es la muerte la que da sentido a la vida. En relación a su nuevo texto –distinguido por el Instituto Nacional del Teatro–, cabe preguntarse qué vida podría considerarse extraordinaria. Es fácil deducir que lo extraordinario es aquí lo ordinario, lo común es misterioso y mágico. Blanca Fierro y Aurora Cruz –sus apellidos homenajean a la amistad fundacional de la literatura argentina– transitan por tópicos de importancia en la vida de cualquier mujer. Lo particular en ellas, que regalan al público 40 años de su vida en pocos minutos, es su tendencia a poetizarlo todo. Puede que sea para la carcajada o para el llanto. Sus vidas son melodramas, como esta obra.
Que sus criaturas sean poetas habilita mucho a la dramaturgia de Tenconi, quien otra vez explora el universo femenino y defiende especialmente la amistad entre mujeres. El autor halló en Lois y Vega a las intérpretes ideales. Su carisma está a la vista desde la primera escena. Tristes, porque lo que pasa lo es, clavan la mirada en el público y algo sucede. La cercanía que permite la sala Orestes Caviglia hace su aporte. Los personajes generan empatía desde el comienzo, por más ridículas que parezcan algunas de sus decisiones. Blanca (Vega) y Aurora (Lois) parecen cercanas. Son espejos donde quien lo desee fácilmente podrá mirarse, así como entre ellas se miran, fundiéndose hasta parecer la misma. La conexión con el público se mantiene en el tiempo y permite a las actrices no sólo componer personajes sino también canalizar múltiples energías y emociones. Esas que pertenecen al plano de lo íntimo y que de tanto anidar ahí se pueden volver compartidas.
Como la vida misma, entonces, la obra transita por todos los matices posibles. Por eso es que Lois y Vega parecen haber abierto sus cajas de herramientas y sacar de allí todo tipo de recursos. Han contado que por momentos apelan al dúo Urdapilleta y Tortonese como fuente de inspiración, en cambio en otros evocan a las divas de la época dorada de Hollywood. Técnicamente, la obra parece exigente: al leer el texto es prácticamente imposible imaginarla cobrando vida. Porque si en Todo tendría sentido… el autor trasladaba al teatro concepciones de la novela, esta misma premisa es en este caso total. La vida… se construye en la sucesión no sólo de monólogos y escenas; también hay cartas, diarios íntimos y poemas leídos en voz alta, dispositivos que las actrices van habitando, luciéndose alternativamente y compartiendo momentos que son claves para comprender la relación entrañable que las une. Inolvidables son el ensayo para besar con lengua que deriva en una lucha de pitos, los poemas escritos por los personajes –Aurora ofrenda una oda a su perro Ulises; Blanca enuncia todas aquellas cosas que se metería en la vagina– y la escenificación de los diarios íntimos, con intentos de suicidio y depresiones incluidas.
Otro plus es que la propuesta es multidisciplinaria. Y todos los elementos son sobresalientes. Especialmente la música de Ian Shiffres, que parece haber comprendido a la perfección cuál es el pulso emocional de este material. Lo acompaña Elena Buchbinder. La voz en off de Cecilia Roth guía el relato y hay, además, videos. Con todas estas piezas, una obra cargada de tradición –plagada de citas de la literatura nacional–irradia frescura contemporánea. Del mismo modo, está cargada de argentinidad, pero no deja de tener un alcance universal. Visualmente es un trabajo de gran belleza, con vestuario de Magda Banach e iluminación de Matías Sendón. En el espacio pensado por Ariel Vaccaro menos es más.
La obra no sólo viene a hablar de las vidas de Blanca y Aurora, sino también del principio y del fin del universo. A esto aluden varios videos y textos de Roth, dando un marco global a las dos biografías. También la locación de la obra remite al fin del mundo: el punto de encuentro de ambas mujeres es Ushuaia. Ir al teatro y poder ver una vida era un sueño de este autor. En el espacio tiempo de cada función de esta obra, la hipótesis es aún más radical. Porque no suceden sólo Blanca y Aurora, sino el nacimiento y la muerte de todas las cosas. En el medio, lo común-extraordinario, como los libros y la amistad.