Como mis padres trabajan al otro día bien temprano, me quedo a dormir en lo de los abuelos. Me despiertan a desayunar. Son las ocho y media de la mañana y tengo 11 años. En la mesa de la cocina hay un libro de poemas con una poesía marcada, cuyos versos dicen así:

 

Si para todo hay término y hay tasa/

y última vez, y nunca más y olvido/

quién nos dirá de quien, en esta casa/

sin saberlo, nos hemos despedido.

 

El autor es un tal Borges. Qué manera de decir que no sabemos cuándo hacemos algo por última vez, pensé.

 

Al mediodía, la de Lengua nos da para leer una historia. Voy a cumplir quince y estoy en tercer año en la secundaria del Proceso. El relato comienza así: en Junín o en Tapalqué refieren la historia. Tenía que ver con el primer recuerdo y con la identidad, con quién es uno realmente.

 

Tomo el 14 en la esquina de casa. Me bajo en la Plaza del Soldado. Espero casi dos horas y ella no viene. Son casi las cinco de la tarde y estoy por cumplir diecinueve. Repercuten las líneas de El amenazado: el nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo.

 

Son las ocho de la noche. Se enciende una luz celeste y se abre una puerta. La enfermera me dice que ya puedo pasar. Pone a mi hijo recién nacido en mis brazos. Me vienen a la cabeza estos versos:

 

No soy yo quien te engendra/

son los muertos./

Son mi padre, su padre y sus mayores./

Son los que un largo dédalo de amores/

trazaron, desde Adán y los desiertos./

De Caín y de Abel en una aurora/

tan antigua que ya es mitología/

y llegan, sangre y médula, a este día,/

del porvenir, en que te engendro ahora.

 

Ya son casi las doce de la noche. Hora de despedirse. Va llegando el momento de decir:

 

Yo que soy el que ahora está cantando/

seré mañana el misterioso, el muerto/

el morador de un mágico y desierto/

orbe sin antes ni después ni cuándo.

 

Si alguien me pidiese que cuente un día de Borges en mi vida, creo que saldría algo bastante parecido a esto.