Expuesta en la clase como en un matadero la profesora Pérez Espinosa no se amilana. Regresa después de un episodio del orden del olvido, que será mejor no revelar, y entiende la materia a dictar como el sustento de la calamidad que le ocurrió en su propio cuerpo. Mira a sus alumnos cual enemigos porque ellos pueden grabarla, subirla a una red social y hacer de ella la más miserable pantomima. Poco importa el doctorado de Claudia y los años que lleva enseñando Foucault. Si hasta el mismo autor francés se hubiera encontrado desvalido frente a un ejército de jóvenes descerebrados que fabrican memes. Ella puede ser víctima de un mundo simple que se ha apropiado del pudor y a ese universo le impone sus palabras. Sus ideas son el arma elegida para el duelo pero Claudia sabe que va a hundirse. Llevar a la práctica la obra del pensador francés que escribió sobre las cárceles y los locos no tiene sentido en el mundo del control, en esa biopolítica que se narra desde la obediencia. Lo sabe, no hay nada más inútil que la transgresión y es verdad que no quiso practicarla pero algo la llevó a mostrarse de una manera indecorosa en el escenario de la clase.
En El pundonor Andrea Garrote parece escribir en el mismo momento que actúa. Su dramaturgia se mete en la teoría para desandar el drama. La tarea de enseñar se empaña cuando Claudia no puede eludir hablar de su propia crisis, en gran medida porque todos allí ya la conocen y el deleite por recursar la materia está ligado a la posibilidad de ver la locura en acción, la manifestación intelectual de la debacle, la institucionalidad misma alterada por una mujer que no puede cumplir su función.
En esta obra que Garrote dirige junto a Rafael Spregelburd hay algo del orden de la presencia que la protagonista intenta recuperar como figura salvadora. Si el alumnado aparece como una imagen ausente que se expresa desde sus celulares en el acto de mostrar, ella vuelve a la argumentación, a la costumbre milenaria de dar la cara y de someterse a su propio conflicto. De contar aquello que pertenecería a su intimidad porque sabe que ha sido mancillada. Comprueba que la sola sospecha de locura puede destruir hasta el alma más formada e inteligente.
Lo que asombra de El pundonor no es solo la manera en que Garrote navega por la actuación como si fuera la dueña de ese mundo al que estruja y desangra para recomponerse, sino el modo en que esa actuación se amolda con una posición intelectual que se deja atrapar en el desconcierto de una época. Claudia realiza un ensayo, una tarea intelectual con todo lo que le pasa y allí la palabra representación cobra un sentido descomunal porque lo simbólico, lo que puede estar en lugar de otra cosa, lo construido se despedaza frente a la posibilidad del meme en el que quedó atrapada. ¿Cómo meter la teoría allí sin salir derrotada? Claudia pasa a ver lo real desde la exclusión. Se aleja de la zona de los integrados para descansar en su propia depresión y se encuentra con un entorno impiadoso. Todo la lastima porque ella, que era una profesora universitaria y tenía una pareja y una vida de clase media, ahora es un ser inclasificable como si el rayo foucaultiano la hubiera extinguido.
Pero El pundonor sintetiza también algo de la amistad entre Garrote y Spregelburd que se deja ver en ese acercarse al lenguaje como una tierra sobre la que habrá que excavar. No solamente para encontrar el origen sino para devolver al presente una materia sobre la que sostener la invención. Porque después de todo son las palabras y la posibilidad de pensar la única cura que Claudia encuentra aunque reniegue de ellas, de su vida, de todo lo que eligió, de la elección misma como definición del sujeto y como la tarea dramática por excelencia.
El pundonor se presenta hoy a las 21 en el Centro Cultural San Martín y en septiembre los sábados a las 20.30 en Espacio Callejón. Humahuaca 3759. CABA.