Tres chicos –uno adolescente, los otros veinteañeros– aceptan el encargo de robar una escribanía; ni el botín es demasiado suculento, ni ellos son expertos en ese tipo de golpes. De hecho el robo sale mal, la alarma se dispara y en la fuga desordenada, los personajes se separan. Los dos mayores van presos, el otro no. La educación del Rey sigue, precisamente, a Reynaldo (Matías Encinas), el más joven de los tres, el más flexible, física y mentalmente, que se escapa con la guita y la esconde en el techo de una casa. Pero de paso, en un accidente menor y azaroso, rompe el invernadero de un patio familiar y llama la atención de lxs dueñxs de cierta casa. El padre de esa familia, Carlos Vargas (Germán da Silva), encuentra a Reynaldo en su patio y lo obliga a quedarse en la casa y arreglar lo que rompió: allí comienza el vínculo que da título a la opera primera de Santiago Esteves.
Porque la relación entre Vargas y Reynaldo, Rey, como le dicen, va a ser la de un maestro y un aprendiz y por momentos la de un padre y un hijo. Hay un conflicto sutil al respecto en la resistencia del hijo verdadero de Vargas, un desvío que da a entender que Vargas encuentra en ese chico, caído quién sabe de dónde, algo que lo interpela mucho más que su propia descendencia.
La película de Santiago Esteves, realizada en Mendoza, ciudad natal del director, ofrece un cruce bastante particular entre cine de género, con elementos de policial y western, y relato de aprendizaje con toques realistas cuando retrata la relación entre Vargas y Rey. No es tan fácil mantener el equilibrio entre los dos aspectos y Esteves lo consigue: por un lado, un mundo de ladrones y policías corruptos donde no hay buenos ni malos sino circulación turbia del dinero y los delitos acosa como una sombra a Rey, que ahora tiene un hermano preso, policías corruptos que encargaron el robo y lo buscan para cobrar la plata, una madre que está en peligro. Por el otro, esa especie de refugio que parece enun principio la casa de Vargas y su familia termina siendo un mundo mucho más ambiguo de lo que parecía. Porque Vargas, en un primer momento, ceba mates mientras le enseña a sostener un martillo para reparar el invernadero y hacerlo de paso, según parece, un hombre de bien, pero luego se revela como un jubilado que trabajó durante treinta años en una empresa de transporte de caudales y todavía guarda el arma en el cajón de una cómoda.
Esa mitad más luminosa del mundo que parecían ser la casa y la familia de Vargas confluyen en un punto con el mundo delictivo en La educación del Rey, y Vargas mismo, como un pistolero retirado pero que siempre está listo para volver al ruedo, se arroja de cabeza al peligro. Hay una tragicidad fuerte en todo esto y hermosos pasajes de western cuando el ex empleado de seguridad le enseña a Rey a disparar un arma, en las afueras de la ciudad, una precordillera terrosa con autos abandonados. Arriba de uno de esos autos Vargas acomoda prolijamente un cartón de Uvita para usar como blanco, en uno de tantos detalles (como el botín del robo en billetes de cien, metidos en una caja de saquitos de té) que le dan un carácter distintivo a la película, local sin exagerar. Hay clase media, clase baja y pibes chorros pero nada aparece caricaturizado. Esa misma sobriedad, sin embargo –porque una de las cosas que con más justeza pueden decirse sobre La educación del Rey es que es una película sobria– atenta en algún punto contra la posibilidad de la película de destacarse, hacerse memorable. Todo, cada elemento de la película, las emociones, vínculos, el fogonazo de deseo de Rey cuando mira a una chica en shorts, su relación con las armas y la muerte, parece calibrado para no sobresalir, cuando lo cierto es que el cine gana con el riesgo, incluso cuando es riesgo de derrape.