Primer largo de ficción de la realizadora catalana Meritxell Colell Aparicio, esta coproducción española-argentina-francesa trata una serie de tópicos bastante trajinados por cierto cine híbrido entre el indie y el mainstream (el obligado regreso a casa del/la protagonista ante la muerte del padre, su confrontación con un pasado que creía haber dejado atrás, las deudas familiares, la reconciliación, el contraste entre la ciudad cosmopolita y el pueblito arcaico) con un enfoque moderno (la impenetrable interioridad de la heroína, la expresividad del paisaje) y una impronta documental –legado de la filmografía previa de la realizadora–, tanto en la manera de filmar lugares y paisajes como en la recurrencia a actrices no profesionales. El resultado queda un poco a medio camino: demasiado adusto para el espectador en busca de historias de reconciliación familiar, demasiado familiar (en el sentido de demasiado visto) para el más exigente.
Mónica (Mónica García) es una bailarina española, discípula de Pina Bausch, que recibe en Buenos Aires la noticia de la muerte del padre. En el pueblito de Burgos reencontrará a su madre (Concha García debuta en cine a los 88 años) y también a su hermana (la actriz profesional Ana Fernández, conocida sobre todo por su protagónico de Solas) y su sobrina. Mónica se fue hace tiempo, no volvió y atrás dejó rencores. Ni la madre ni la hermana le hablan, en este último caso por un motivo muy concreto, el de haberse ido “sin que le importe nada”, y en el primero no se sabe bien por qué, porque ni Mónica ni la mamá son de exteriorizar mucho. De a poco, sin embargo, Mónica comenzará a ayudar a su madre en las labores cotidianas, y por las noches jugarán a la brisca. Ocasión para que la señora haga asomar una picardía que había quedado oculta tras su gruesa piel de campesina, y las tensiones se empiecen a aflojar. Con la muerte del marido, la mujer, que muestra una insospechada capacidad de adaptación a las circunstancias, decide poner en venta la casa, que tiene más de un siglo de antigüedad y se mostrará demasiado grande para los hánitos modernos.
Los primeros planos de Con el viento son casi experimentales, con planos detalle de la protagonista bailando en un interior, en los que más que la figura se filma el movimiento. El baile se reiterará al final (¿como en El Angel?), pero ahora en medio del campo y la piedra de Burgos, tras sucesivos fracasos para poder llevar el sentimiento al movimiento, y al espacio que la rodea. Alegoría del recorrido de Mónica, que va del rechazo a la aceptación. El rostro grave y el sufrimiento bergmaniano que exhibe la heroína son insistentemente fotografiados por la realizadora. No hay, como en modelos cinematográficos más convencionales, una puesta en palabras de ese estado de ánimo y de esos conflictos. Por el contrario, Colell Aparicio filma el pensamiento de Mónica, y en esos planos debe adivinarse qué pasa por dentro. Rasgo de modernidad que no basta para levantar una película tan dura como el viento y la nieve que castigan la región. A la larga, la presencia rugosa, pétrea y secretamente cálida de Concha Martín hace más por ello.