Hace exactamente un año,una tardecita como la de hoy, me enteré así de la existencia de Irina Bogdaschevski: a mediatarde me entró un mail de una amiga directora de cine contando que en La Plata vivía una viejita rusa que había traducido a Ajmátova, a Tsvietáieva, a Brodsky, a Mandelstam y a Viktor Shklovski, y proponía ir a visitarla. El mail venía con un par de links a YouTube donde se veía a Irina sentada en su mecedora hablando a cámara con el jardín de su casa platense de fondo. Era un día igual al de hoy también en la filmación: el pedazo de jardín que se veía a espaldas de Irina era casi un calco del que veía yo desde la ventana de mi casa, los mismos verdes afuera, la misma penumbra adentro, el telón de fondo perfecto para lo que contaba Irina de sus amados escritores rusos. Pasé un rato mágico escuchándola mientras atardecía despacio en Gesell. A la mañana siguiente se cortó el embrujo: otro mail de mi amiga cineasta, esta vez con un cable de Télam que anunciaba que la venerable traductora del ruso Irina Bogdaschevski había muerto en La Plata la tarde anterior.
Para contar cómo llegó Irina a La Plata, a la Argentina, hay que decir primero que nació en Yugoslavia, de familia escapada de Rusia. Que estudió en un colegio donado por la reina Natalia de Serbia a la emigración rusa, un fastuoso edificio de cinco pisos, de boisserie y pasillos encerados, cuyos profesores eran científicos, investigadores y artistas expulsados por la Revolución que malvivían del magro sueldo que recibían por aquellas horas de trabajo pero transmitieron a Irina un amor indeleble por la literatura rusa (y una vecindad de la alta cultura con la estrechez económica que sería una constante en su vida). Cuando vino la guerra la mandaron deportada a un campo de trabajo en Mauthausen, Austria, junto a su familia. Allí vio morir a su madre y quedó olvidada por los guardias una noche entera junto al cadáver en un barracón sin ventanas. En el campo se reencontró con un compañero del colegio llamado Igor, con quien intercambiaba cartitas clandestinas: él le contaba que cada día los hacían subir carretillas llenas de piedras colina arriba para echarlas luego a rodar colina abajo y mandarlos de vuelta a buscarlas. Ella le copiaba frases de Dostoievski que recordaba de memoria.
Con la llegada de los aliados quedaron providencialmente del lado norteamericano y se salvaron de ser deportados a la URSS. Igor encontró a Irina y se casó con ella: para el vestido de novia le consiguió la tela de un paracaídas chamuscado, así eran las cosas en la escasez de posguerra. Hasta que lograron embarcar en un barco de refugiados rumbo a Buenos Aires, Irina daba clases de ruso a un profesor de la universidad de Salzburgo a cambio de que éste le prestara libros de su biblioteca (“Así leí todo Nietszche, a razón de un libro por clase”, confesaría años después en sus Apuntes en los márgenes de la vida).
Al llegar al puerto de Buenos Aires, se quedó cuarenta días en el Hotel de Inmigrantes acompañando a un grupo de niños con escarlatina. En una casita que Igor fue construyendo con sus manos en el fondo de Lanús, aprendieron español escuchando la radio y, cuando descubrieron que sus estudios no servían en la Argentina, Igor rindió libres todas las equivalencias del secundario y cursó de la misma manera toda la carrera de agronomía mientras trabajaba de albañil. Irina, que hacía el turno noche en un taller textil, tuvo más suerte: cuando se presentó en la Escuela de Bibliotecología de la UBA, su director, Borges, dijo que era un despropósito que debiera dar el secundario entero con los conocimientos que tenía y la aceptó como alumna. La padeció también: en una clase en que él comentó que sus amigos rusos le decían que la prosa de Dostoievski era deficiente y que era mejor leerlo traducido, resonó la voz de trueno de Irina diciendo: “Si sus amigos rusos reconocen que la poética de Dostoievski es tan fuerte, ¿con qué criterio hablan de estilo deficiente?” Años después, ya ciego, Borges esperaba en una esquina cuando se le acercó Irina y le dijo que era una vieja alumna suya. Borges contestó con un escalofrío: “Sí, sí, caramba, la reconozco perfectamente. Usted es el vozarrón dostoievskiano que me retó en la facultad”.
Un día, desde el tren, Igor vio un terreno lleno de árboles en Villa Elisa. Logró comprarlo en cuotas y allí construyó una casa rusa en miniatura adentro de un bosque ruso en miniatura, para Irina y para Fedor, el hijo. En esa casa tradujo Irina a Pushkin, Turgueniev, Tolstoi, Dostoievski, Chéjov, Blok, Ajmátova, Tsvietáieva, Maiacovski, Mandelstam, Shklovski, Pasternak, Brodsky, Ajmadúlina, Dovlatov. Cincuenta años traduciendo, interrumpidos sólo por dos breves estancias en la cárcel (por manifestar en apoyo del socialista Alfredo Palacios y por pegar mapas del gulag en la fachada de la embajada rusa) y otra más prolongada, en el Hospital Provincial de La Plata, de la que no le gustaba hablar, porque no le gustaba hablar de sí misma. Traducía todo el tiempo y tenía tiempo además para leer todo lo que le pasaba cerca.Todos los escritores rusos eran sus contemporáneos. Los defendía, los cantaba y los recitaba mientras ofrecía de beber su vodka casero de papas y servía sus platazos rusos, acompañados siempre de la frase: “En esta casa hay sólo dos cosas que no se pueden hacer: interrumpir y adelgazar”. Así la describen sus amigos Laura Estrin y Leopoldo Brizuela. Dicen que era dura, que era rusa y yugoslava y argentina y también un poco uruguaya porque tenía una casita en Las Toscas, vecina a la de Idea Vilariño (cuando invitaron a la Vilariño a un congreso de escritores en La Plata, ella contestó que si no estaba invitada Irina era un congreso incompleto).
Tradujo así a la Tsvietáieva: “En el mundo mis dos enemigos son / mellizos inseparables y mancomunados: / el hambre de los hambrientos y la saciedad de los saciados”. Muerto Igor y desalojada de su idílica casa rusa por una inundación que se llevó todos sus libros, escribió para sus dos nietos (Pablo y Rodolfo, o Pasha y Rodienka, los hijos de Fedor), para cuando ya no estuviera con ellos, sus Apuntes en los márgenes de la vida. Así les habla en sus páginas: “Mi infancia caducó definitivamente con la muerte de mi madre. Nos dejó a los tres en el desamparo. La edad de los tres era casi la misma: el más pequeño, más perdido y aplastado era mi padre, después mi hermana y finalmente yo, que tenía quince años, era la más adulta, la responsable de los tres”. Y así les habla de su amado Igor: “Estábamos tan alejados de toda sofisticación, de todo engaño, nuestros sentimientos estaban tan a flor de piel, que aun ahora (¡a los ochenta años!) me avergüenzo pensando en toda esa gente que nos rodeaba, que debe haberse sentido incómoda con esa actitud nuestra tan evidentemente apasionada. No en vano a mi amado lo llamaban El Salvaje en el colegio, ¡durante medio siglo también yo lo llamé así!”
Amó a la par la lengua rusa y la nuestra. Ambas le correspondieron ese amor. Es uno más de esos milagros que a veces da la literatura. Los chicos de Añosluz, que publicaron sus Apuntes y muchas de sus traducciones, acaban de sacar un libro de Dovlatov, La Reserva Nacional Pushkin: un libro glorioso que a Irina le dio inmenso gozo traducir. Lean ese libro, e imaginen mientras lo leen a Irina tipeando en su jardín lo que ustedes van leyendo.