Fernando Cabrera dice que se identifica con una frase de Astor Piazzolla. “Yo escribo para mí con la esperanza de que le guste a los demás”. La idea parece estar tatuada en su música casi como una cuestión ideológica. La del uruguayo es una canción paciente, obstinada, autosuficiente, algo atemporal. No es una canción estandarizada. Por eso, no es fácil conectar con Cabrera en una primera escucha. Dice que siempre hizo lo que se le dio la gana en materia musical, que siempre se sintió libre a la hora de componer. Lo relaciona con lo pequeño de la industria cultural uruguaya, con la tradición musical de su país: que parió a autores y autores muy disímiles entre sí. Sin embargo, lo que puede ser una virtud, también puede resultar una carga pesada. Llegó a pensar que no servía para esto. Le costó a Cabrera que su música se correspondiera con el interés del público. Pero sucedió en ambos lados del Río de la Plata. Hoy es el autor vivo más influyente de la música uruguaya y una figura cada vez más trascendental en Argentina. Compartió charlas, músicas y espacios con artistas como Eduardo Darnauchans y Eduardo Mateo, actualmente reivindicados, pero Cabrera está aquí y sigue escribiendo canciones resistentes al paso del tiempo. Como las de 432 (2018, Acqua Records), su nuevo disco, que presentará hoy a las 21 en Xirgu (Chacabuco 875).
“Nunca en mi vida sentí la presión a la hora de sacar un disco. Y eso que ya llevo 40 años haciendo música y sacando discos”, dice Cabrera. “Esa vieja frase de PIazzolla es una especie de filosofía o actitud frente a lo creativo. Esa es mi vocación, mi deber, el juez soy yo. Me parece una postura sana en la ética artística. No estoy en el lugar de artistas mega vendedores. Yo no tengo tanto que perder y eso te predispone a ser más arriesgado. En Uruguay todos son jugados, innovan, experimentan, porque la industria es más chica”, se explaya en diálogo con PáginaI12. Hay que decir, también, que más allá del contexto él ha aportado una buena cuota de talento. Ha construido una canción compleja y popular, con sensibilidad social pero sin caer en la demagogia. Que bebió de la música de su región -algo de candombe, algo de milonga–, pero la expandió hacia otros territorios. “En Uruguay me conocen desde que yo arranqué, pero acá en Argentina, a la que vengo hace diez años, la gente se encontró no con un principiante, sino con un tipo que ya tenía un trabajo grande realizado. Ahora yo puedo elegir las mejores canciones de varios discos y armar un show contundente, pero a los veinticinco no era así. A cualquiera le pasa, salvo que seas Bob Dylan”, dice Cabrera sobre la recepción de su música, que tardó en conseguir reconocimiento.
432, la excusa que lo trae de nuevo a Buenos Aires, es un disco breve y directo. Si bien cada canción es un mundo y él suele resaltar que no hacer discos conceptuales, hay un tópico que sobrevuela varias canciones: los lazos familiares y la infancia. 432, de hecho, es el número de la casa en la que se crió, en el barrio de Paso Molino. Una casa que le pertenecía a sus abuelos maternos y que el uruguayo recuerda con mucho cariño. “Es un guiño a la familia”, dice, con sobriedad, y apenas esboza una sonrisa. “Ahora lo cuento y todo el mundo se entera. Pero si yo no dijera nada, solo dos o tres personas de mi familia sabrían qué significa ése número. Es la casa donde nacieron mi madre y mis tíos, porque era la casa de mis abuelos, que se mudaron ahí en 1925 cuando se casaron”. Después de tres generaciones, su familia se mudó en 1977 a otra casa. Pero el recuerdo llega hasta estos días. Imágenes de otro tiempo. “Era un terreno grande, tenía fondo, con árboles, limoneros, un galpón, una higuera inmensa, una parra, un gallinero, un horno de ladrillos. En frente vivían mis primos, que eran nueve. ¡Estábamos todo el tiempo juntos! Ahora se perdió eso de jugar en la vereda y en el campito, por el temor de los padres de dejar a los niños sueltos en la calle”.
Aunque se presenta en vivo a guitarra y voz, el disco, como la mayoría de sus trabajos en estudio, fue grabado en banda. Un plantel de lujo que se repite en otros discos: Juan Pablo Chapital en guitarra, Hernán Klang en teclados, Federico Righi en bajo y Ricardo Gómez en batería. Un abordaje musical clásico, preciso, cálido, sin excesos de instrumentación, con arreglos de jazz y texturas del rock. En el disco, hay una canción que retrata la angustia de una mudanza (“Otra dirección”), otra que indaga, una vez más, en el amor (“Oración”) y una que personifica a un caballo (“Medianoche”). Y dos que tocan fibras íntimas y personales: “El trío Martín”, dedicada a uno de sus hermanos y a sus sobrinos (en sintonía con “Buena madera”, de su disco anterior, Viva la patria), y otra muy emotiva que le escribió a su madre hace unos años pero que se animó a grabar recién ahora, “Pollera y blusa”. Y la demora tiene una explicación: “Mi vieja falleció hace tres años, pero esta canción se la hice en vida a modo de homenaje. Hace como diez años que la hice”, dice y hace un silencio prolongado. “La había dejado un poco de lado porque recuerdo que a ella no le gustó mucho, no me manifestó mucho entusiasmo cuando la escuchó. Quizás había alguna frase que la incomodaba. Entonces, la descarté por unos años. Pero como me gusta la canción, porque la hice de manera muy sentida, la recuperé y la grabé en este disco. Tenía una excelente relación con mi madre, una relación de amistad. ¿Quién te conoce más que tu madre?”. La única canción del disco que no es de su autoría es “De las contradicciones” (Mario Carrero-Eduardo Larbanois).
–A diferencia de su disco de estudio anterior, Viva la patria (2014), que tenía canciones bien narrativas, en este disco apela a la síntesis. ¿Por qué?
–No fue consciente. Me alegro que el disco haya salido así, me gusta cómo quedó, porque lo siento concreto. Pero en el momento de hacerlo, no tenía para nada en mente eso. Cuando se te acumulan una serie de canciones y considerás que ya es tiempo de grabar un disco, vas y las grabás. Quedé muy conforme con el disco, como pocas veces, pienso que me representa muy bien. Yo nunca tengo esa actitud de hacer un disco conceptual. Junto 12 o 14 canciones y hago un disco, nunca con la idea de que haya un hilo conductor entre ellas. Incluso, cuando terminé el disco, había grabado dos canciones más, pero a último momento me dio un impulso de sacarlas. Me encantan, están guardadas, ya estaban terminadas y mezcladas, pero las saqué (“Dani” y “No recuerdo”). Porque me pareció que si las sacaba quedaba más contundente, más unitario, más homogéneo. Este disco no es tan experimental y es concreto. Ha cambiado la escucha de la gente, sobre todo en las nuevas generaciones. No tienen el hábito de escuchar un disco entero. Hay que ser un poco más directo ahora, la gente está más apurada, no tiene tiempo.
–En este disco, además, recuperó una canción vieja, “Copando el corazón”, pero que nunca había grabado. ¿Cómo se dio eso?
–Tiene cerca de 30 años y jamás la había tocado en vivo. La compuse en 1985 o 1986 para una cantante que ya se retiró, Begoña Benedetti. Ella la grabó en un disco de vinilo. Y yo me olvidé. Hace como un año, ella hizo un recital recordando aquella época y yo fui como amigo. Y cuando tocó esa canción, me gustó. El estilo es como las que hacía en ésa época, muy pop-rock. Podría haber entrado perfectamente en mis discos Autoblues (1985) o Buzos azules (1986). En mis últimos discos no está muy presente el pop-rock, pero aparece en canciones como “Pandemonios”. Y hace poco me acordé que otra amiga había grabado a comienzos de la década del noventa una canción mía, que tiene un pulso medio brasilero. Y me dieron ganas de grabarla en un próximo disco.
–El disco está grabado en formato banda, con una instrumentación fuerte por momentos, pero usted siempre se presenta a guitarra y voz. ¿Por qué?
–Toco muy poco con ellos, me presento más solo. Son dos cosas diferentes. El vivo lo disfruto mucho tocando solo con la guitarra y creo ser capaz también de lograr estados de fuerza sin necesidad de tener veinticinco trompetas y cuarenta baterías. Hay una cuestión que se mide con otro medidor. Y la fuerza está igual: no porque toque fuerte o cante a los gritos. Igual se logra una tensión. Entonces, en vivo me siento muy cómodo. Yo toco la guitarra y canto desde que tengo seis años, es lo más normal en mi vida. Pero aprovecho los discos para sacarme el gusto que todos tenemos de hacer algunas orquestaciones, algunos arreglos, tocar con otros músicos, que a veces en vivo no se puede porque no es práctico. No podría viajar a la Argentina con mi quinteto porque es muy costoso. Entonces, me presento solo y cuando puedo, un par de veces al año, toco en vivo con los muchachos. Son tremendos músicos, todos tienen sus proyectos propios. Y aquí estuvieron al servicio de la canción, no al servicio de sus egos.
Un rasgo distintivo de este disco son las “microcanciones”. Es decir, cuatro canciones directas, ingeniosas y muy distintas entre sí que promedian un minuto o menos: “El maldito amor”, “Cancionero”, “Alarma” y “Llegó el canbombe”. En verdad, Cabrera ya había experimentado alguna vez con las “microcanciones”. En su disco El tiempo está después, de 1989, por ejemplo, había grabado una canción de un minuto, “Iluminada”. Pero nunca tantas. Además, en este álbum, son piezas con identidad propia, no funcionan como separadores. “Había en algún disco pero más aisladas. En el primero, El viento en la cara (1984), había dos. En Autoblues también hay una. A mí siempre me gustó hacer canciones breves, son como una pildorita, porque cuando las hacés, no es que lo hagas a propósito, pero llegás a la conclusión de que no es necesario redundar o que se repita el estribillo. Para una radio quizás no sirve, pero es así, es micro. Dice unos pocos versos y ya está. No vale la pena estirarla.
–“Alarma” habla sobre las nuevas tecnologías, ¿Cómo se lleva con ellas?
–Bien. Nunca soy un adelantado de la tecnología. Siempre llego años después, pero llego. Dejo que aparezca, que la gente la use, me tomo mi tiempo para ver de qué se trata y después al final la adopto. En la actualidad uso todas las redes. Esa canción habla de consecuencias de la tecnología en el mundo del trabajo. Menciona la inseguridad. Nos quejamos de la inseguridad, pero al mismo tiempo la tecnología hace que cada vez haya menos trabajo. ¿No habrá una relación entre eso? El que se queda sin trabajo o el que ya nace en un asentamiento, ¿a veces no tiene casi como única opción el delito? Mientras tanto, la tan elogiada tecnología, ¿por qué si es tan maravillosa no trata de solucionar ese problema en vez de hacer cada vez más grande la pérdida de empleo? El desempleo ataca a los menos preparados. ¿Para qué quiero que el celular sea cada vez más moderno? ¿Es tan necesario? Me alcanza el celular que tenía hace cinco años. ¿Por qué tengo que cambiar de auto todos los años, de heladera o de televisor? ¿Nadie reflexiona sobre eso?