Cuando Rosario contaba con menos habitantes, pero para mí era la humanidad toda, y Buenos Aires estaba en la otra punta de un mundo infinito, el cementerio La Piedad fue mi primer facebook de mármol. Fotos de desconocidos, entre letras y números, pasaban por mi vista durante mi marcha apresurada hasta llegar a la tumba de mi hermana. Extraña sensación era recordar durante la ceremonia del cambio de flores secas por otras frescas en un pesado recipiente con agua y una aspirina a quien no había conocido con vida, sino convertida en estrella. Me gustaba acompañar a mi padre hasta el último puesto de floristas, al que había bautizado, “el de la vieja sabia”. Once claveles rojos contaban la docena que compraba, uno lo donaba para un altar mundano con un retrato de una joven mujer, la misma que sonreía desde la tapa de un libro que había en mi casa.

—¡Qué coraje tiene usted! ¿Cómo hizo para que no le tiren abajo la capillita?” -le preguntó el devoto cliente.

—La muerte no ronda los cementerios, señor. Trabaja lejos de aquí, está muy ocupada persiguiendo vivos. De todas formas, si me la tiran abajo, la levantaremos de nuevo.

—¡Tiene razón! -respondió el hombre perseguido por una sombra de penas, envalentonado por la convicción de la compañera, para después alargar el comentario con una frase trillada: “Siempre fue más fácil destruir que crear”.

—No vaya a creer, Don; para destruir es necesario, primero, cargarse de odio. Los adictos a la creación siempre fuimos más, la bondad es el mejor de los dones -lo corrigió desde el ingenio popular la cortadora de tallos.

Para jugar chin-chón sólo había que saber y querer hacerlo. Tardes enteras jugaban entre amigos mientras discutían sobre política acaloradamente. Don Alfredo, sobreviviente del bombardeo a Plaza de Mayo, siempre comentaba asustado: “La violencia sólo genera más violencia, esto recién empieza, mi viejo también soportó lluvia de bombas pero lanzadas por aviones de países enemigos, esta atrocidad es un invento argentino”. Carmelo Intili hablaba despacio, como en secreto, siempre acariciando la base de su bigote amarillo de nicotina. Contaba cuentos verdaderos, aparentemente poseía información sobre un hombre nuevo que habitaba detrás de una cortina de hierro. Jeremías Taboada, el “doctor” para los jugadores, radical de boina blanca, generaba silencios maravillando a los presentes con su bella oratoria, recitando hasta el cansancio artículos de la Constitución  y defendiendo de cualquier ataque al honesto presidente democrático en función en aquel momento. Mi padre, experto en tangos y milongas, solía resumir su postura cantando Al mundo le falta un tornillo/ que venga un mecánico/ a ver, si lo puede arreglar”. Entonaba dicha estrofa levantando los brazos en clara alusión al que siempre estaba por volver. Después de una noche de suerte para Taboada, con sus bolsillos abultados por el pozo obtenido, el dueño de casa lo despidió con estas palabras: “Mirá si te hubiésemos proscripto, no hubieras podido ganar”. Fue la primera vez que se fueron a las manos.

Las desgracias suelen unir, recomponer vínculos que nunca se rompieron. La muerte de Julio Sosa los volvió a juntar en el viaje al Luna Park para despedir al ídolo de todos.  Todo lo miraba desde afuera, no sé cuando me senté a la mesa, cuando empecé a jugar, a entender sobre viejas trampas, cartas marcadas, malos perdedores. Las bombas resultaron ser huevos de serpientes. La violencia se lo comió todo. La maldad organizada recorrió las calles. Nadie sale ileso de un infierno. Uno es lo que recuerda. En una ciudad que no para de crecer, pero que para mí se achica día a día, dentro de un mundo cada vez más finito que flota en el medio de un espacio repleto de estrellas que no paran de mirarme, reparto junto a mi nieto las catorce cartas necesarias para enseñarle el viejo juego. Es la misma partida que se expande, el mismo país, los mismos miedos, proscripciones disfrazadas, bustos derrumbados, utopías sobreviviendo detrás de cortinas mediáticas, leyes violadas en su espíritu por aquellos que juraron defenderlas con el único afán de pertenecer al grupo privilegiado de siempre, experto en esconder pozos en paraísos fiscales.

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