“Anoche un chico gritaba como un animal herido, se estaba muriendo de sobredosis. Es que acá la falopa corre, los pibes están así y cuando no tienen para comprarla te entran, te rompen todo… te roban hasta los perros”, dice Carmen entre lágrimas, en la puerta de su casa.

Carmen tiene 60 años y vive en la torre 39 de un Fonavi emplazado sobre calle Riobamba al 5500. Las torres son edificios añejos conectados entre sí por pasillos oscuros y escaleras en forma de caracol, derruidas por el tiempo. Esa mañana, Carmen fue noticia porque delincuentes, en su ausencia, forzaron la puerta trasera de su casa ubicada en la planta baja y se llevaron tres perros caniches recién nacidos, además de varios electrodomésticos. Los cargaron en un vehículo estacionado en la puerta. Eran las dos de la tarde. Según cuenta la mujer, uno de los ladrones levantó el dedo mayor y saludó a la vecina del segundo piso que lo estaba mirando por la ventana. “Fuck you”, le dijo antes de marcharse, viendo cómo ella intentaba dar aviso a la central 911. El primer patrullero llegó una hora y media más tarde.

Ahora son las diez de la mañana del miércoles. Las cámaras de televisión del noticiero se plantan frente a la casa de Carmen. Ella se asoma mal dormida y a poco de empezar su crónica, rompe en llanto.

-- ¿Llora por lo que le robaron? -preguntamos los periodistas.

-- Lloro porque este país no tiene arreglo -dice con voz gastada.

Deja caer los hombros. No es la primera vez que le pasa. Carmen es dueña de un kiosquito en esa zona, donde ya la asaltaron cinco veces. Habita en una margen urbana donde el consumo de drogas, los robos y la violencia son parte de una convivencia cada vez más difícil. “Después de cada asalto yo llamaba a la policía y ellos me pedían que les dijera cómo iban vestidos los ladrones. Pero de los nervios nunca me acordaba. La última vez sí, los miré bien porque uno de ellos me apuntó con un revólver en la cabeza. Entonces llamé al 911 y les dije ‘están vestidos así, y así…’ Pero me respondieron que no podían hacer nada porque los ladrones al toque se cambian de ropa… Qué se yo, me sentí una estúpida”, confiesa.

“Yo sé que ellos caen en la falopa y acá no hay trabajo… Nunca les hubiera deseado el mal, pobrecitos. Pero el otro día cuando ese chico gritaba como un animal herido me puse a llorar. Pensé en llamar a la policía, pero mirá si lo tiraban en un calabozo… Llamé a una ambulancia. Nunca vino. Entonces lo escuché gritar hasta que me quedé dormida, soñé que se iba con Dios”, concluye. Su mirada es confusa, propia de alguien que no se identifica con el pedido de mano dura, pero ya no sabe cómo sobrevivir.

En el relato de Carmen “ellos” son los chicos y chicas a los que casi todos dan por perdidos, porque cayeron en las redes del delito y del consumo problemático de estupefacientes. Un espiral interminable en el que ante la falta de recursos para consumir necesitan delinquir y, a veces, también vender merca. Pero si se patinan la droga o la plata, hay tiros. Son blancos fáciles. Cuando tienen suerte, las heridas les dejan secuelas, cuando no, aparecen muertos. Y no hay reclamo de justicia por ellos. No hay marchas, ni pancartas, ni voces que se alcen en su nombre. El mayor homenaje es acaso un grafitti con su rostro en una esquina. Alguna anónima promesa de venganza… Los familiares, temerosos con causa, se llaman a silencio. Así resguardan la vida de los hermanos que les sobreviven a esos chicos condenados al abismo.

Son cada vez más, y cada vez más jóvenes. Pero las bandas narcocriminales ganan nuevos espacios con la mishiadura. Prueba de ello es lo que pasó ese mismo miércoles 22 de agosto, a pocas cuadras de ahí. Sobre avenida Pellegrini, gendarmes detuvieron a un hombre de unos 60 años con un rifle Máuser calibre 7.65. Un arma de guerra de origen belga cuyo disparo puede atravesar una pared. “Iba en bicicleta a entregarla y se asustó al ver la cana. Pegó la vuelta y lo junaron. Es así, los transas en el barrio agarran a los viejos sin laburo y los usan de delivery por unos pesos”, me cuenta un vecino. La hipótesis es corroborada al menos por un sabueso. Las economías delictivas se vuelven atractivas cuando presentan la oportunidad de ganar una moneda ahí donde las puertas de la dignidad se han cerrado con candado y el estado permanece ausente.

Intuyo que esta noche, mientras las cámaras de televisión se ocupan de otras noticias, o acaso del mismo robo en otros barrios también escindidos de la folletería turística, Carmen intentará conciliar el sueño a sabiendas de que es posible que en la madrugada la desvele el grito desesperado de algún adolescente muriéndose de a poco, en un pasillo oscuro. Gritando palabras ininteligibles, llamando a la parca de los perros heridos que ya nadie recoge.