El capítulo 7 de La Presidenta, “Gladis y Chiche” es, creo, el más intenso y narrativo de todos. Digo “intenso” porque mientras lo escribía percibía una capa profunda, un sedimento de sentido sobre el que se apoyaban los hechos. Y digo “narrativo” porque esos hechos relatados eran precisos, dramáticos, rítmicos, era fácil sumergirse en ellos, pero al mismo tiempo hacían emerger algo no dicho, alguna clave vital o histórica que me alcanzaba como podía alcanzar al lector. Mostraban una época, y algunas de sus razones y sus afectos más fuertes.
Gladis D´alessandro y Chiche Labolita vivieron con Néstor y Cristina Kirchner desde mediados de 1975 hasta marzo de 1976. Exactamente hasta el 24 de marzo de 1976. Ellos eran una pareja de Las Flores. El había sido responsable de la JP de Berisso, y acababa de abandonar Montoneros cuando los cuatro se conocieron. Gladis y Chiche todavía estaban en una casa operativa, pero ya sin ninguna cobertura. Todo indicaba que Chiche sería cazado muy rápidamente. La situación de los dos era de mucha angustia.
Néstor y Cristina se habían casado un par de meses antes de la tarde en la que Gladis estaba sola en esa casa operativa, y sonó el timbre. No cuesta mucho imaginarse el escalofrío. Pero se acercó a la puerta y vio a una chica.
–Hola –le dijo la chica–. Soy Cristina Fernández, la compañera de Lupín.
–Hola –le dijo Gladis.
–Nosotros nos casamos hace muy poco. Vivimos en City Bell. Vine a decirles que se vengan a vivir con nosotros.
Le dejó un papelito con una dirección. Gladis le agradeció y le dijo que iba a consultarlo con Chiche. La chica se fue. Esa misma noche, cuando llegó él y ella le contó la visita, Gladis y Chiche hicieron un par de bolsos y se fueron a City Bell.
Las dos parejas, muy jóvenes, vivieron unos meses en el chalecito que les prestaba el padre de Cristina, aunque nadie de la familia de ella supo de esos invitados, salvo la hermana de ella, Gisele, que iba todos los días. Había muchas reuniones. En esa época no se andaba por los bares. Era peligroso. Los cuatro eran discutidores. Quedó en el recuerdo una discusión en especial, de muchas horas, entre Chiche y Cristina. El tema era la revolución china.
Los tiempos se aceleraban y cada día la violencia era mayor. A comienzos de 1976, Néstor y Cristina, que habían ido a pasar las fiestas a Río Gallegos, habían sido detenidos un mes. Cuando volvieron, Gladis, Chiche y Gisele ya habían levantado todo en el chalecito de City Bell. Quemaron todos los libros y los papeles. Las dos parejas decidieron vivir en una pensión. Dos cuartitos minúsculos y contiguos. Allí estaban el 24 de marzo, la madrugada en la que las mujeres dormían y Néstor estaba con la radio pegada a la oreja. De pronto le dijo a Chiche:
–Ya está. Hay golpe.
Chiche le contestó:
–Tenemos milicos para siete años.
Esa misma madrugada se despidieron los cuatro en la puerta de la pensión. Se abrazaron fuerte; no sabían si volverían a verse. Gladis y Chiche iban a volver a Las Flores, y Néstor y Cristina se irían a Gallegos después de que Néstor se recibiera. Se desearon suerte. A los pocos días, en Las Flores, a Chiche lo levantó la policía. Lo llevaron a Azul. No quedó sin embargo a disposición del Poder Ejecutivo. Primero lo torturaron y lo llevaron a la casa de Gladis, para que lo viera deshecho, y para hacerlos recorrer el pueblo en dos patrulleros distintos para marcar gente. No marcaron a nadie. A Gladis la dejaron ir. A él se lo volvieron a llevar, y después lo desaparecieron.
Cuento esta historia que me sigue pareciendo asombrosa, porque el único momento del discurso de Cristina en el Senado en el que su voz se quebró, fue cuando habló de su generación. De una generación “que no se dobló”. No conocía todavía esa historia en 2003, cuando escuché el discurso inaugural de Néstor, pero también recuerdo algo que le hizo temblar la voz cuando habló en nombre de una “generación diezmada”.
Néstor y Cristina nunca estuvieron a favor de la militarización de la política. Pero la política en la que se formaron y en la que creyeron era ésta, la que contiene esta historia, la que narra esa convivencia de militantes que estaban con el cuerpo al servicio de sus ideas.
Yo creo que de ahí, al menos en parte, ella saca la fuerza. Porque se hace cargo de decir lo que queremos decir muchos, pero también de lo que dirían y harían tantos militantes, dirigentes, estudiantes, sindicalistas y periodistas que fueron acallados para siempre, como Chiche.