Al menos en dos ocasiones Ricardo Piglia (1941-2017) escribió esas novelas que se constituyen en paradigmas de una época. Lo hizo en Respiración artificial (1980), narración alucinada sobre la dictadura militar y en Plata quemada (1997) con la bella metáfora de la quema del dinero por parte de los ladrones para denunciar la monstruosidad de la sociedad neoliberal. Nadie como él supo narrar el país y conjugar la literatura y la política en Argentina.
Si eso solo no le valiera la inmortalidad, a ello hay que sumarle un espacio en el cielo de la literatura gay porque también fue pionero en narrar relaciones homoeróticas y ha legado las imágenes más emotivas del amor entre hombres. Tempranamente, en un relato de 1969, El Laucha Benítez cantaba boleros (1969) cuenta la tierna amistad entre dos boxeadores: el Vikingo, de pasado glorioso, cuerpo espléndido y rostro de galán de cine, devenido en luchador de catch y el Laucha Benítez, un novato de cuerpito escuálido y diminuto y cara de “monito tití” que canta boleros con voz aflautada en sus ratos libres. La afectuosa y simbiótica relación entre hombres circula en los espacios masculinos del Club Atenas y en los bares de Retiro y culmina en tragedia la mañana en que el Laucha Benítez amanece con el rostro golpeado y ensangrentado y agoniza en los brazos del Vikingo a la vez que le ofrece las últimas palabras de amor. Los motivos y los hechos del crimen no son aclarados por el relato. Pudo haber sido un crimen de odio o pudo haber sido producto del pánico homosexual del Vikingo ante un extático placer culpable. (En este sentido Piglia se anticipa al Manuel Puig de The Buenos Aires Affair –1973–, así como a la cárcel de La invasión –1967– preanuncia la de El beso de la mujer araña –1976–).
No fue la última vez que unió a dos seres marginales. Las relaciones especulares entre seres rechazados y extraños fueron una de sus tantas obsesiones y de sus maneras de narrar la Argentina. En la última gran novela política del siglo XX, Plata quemada, volvió sobre el tema en la relación entre el Nene Brignone y el Gaucho Dorda y no casualmente los llamó los mellizos. El Nene Brignone y el Gaucho Dorda asaltan bancos y asesinan, y se hacen el amor, viven en los márgenes de la ley y la civilización occidental, como única estrategia de supervivencia frente a una sociedad que los ha condenado sin darles ninguna oportunidad. El lazo que une al Nene con el Gaucho es más fuerte que el deseo, el amor o el sexo: es la unión inseparable de dos seres desesperados por la soledad infinita de no tenerse más que a sí mismos. El acto que redime al Gaucho y al Nene y los eleva a la categoría de héroes malditos es justamente el que le da el título a la novela: quemar la plata robada cuando se encuentran rodeados por la policía. Con ello no solamente se toman revancha del mundo al quemar el símbolo sagrado de las sociedades en las cuales impera el modo de producción capitalista, sino que también, quizás sin quererlo, ejecutan un acto de revitalización y valoración de la vida. Quemar la plata es quitarle su valor y devolvérselo a la vida.
Fue un escritor tan lúcido en trazar filiaciones y tópicos en la relación entre literatura y política como en su propia obra. Tiroteado por la policía el Nene muere semidesnudo en los brazos del Gaucho, susurrando palabras de amor en una escena análoga a la de El laucha Benítez cantaba boleros.
Y nadie tampoco como Piglia narró mejor la eterna esperanza humana de la eternidad del amor: “El Gaucho quería seguir vivo… Quería volver a estar con el cuerpo desnudo del Nene, los dos abrazados en la cama, en el algún hotel perdido de la provincia”. O unas páginas más tardes cuando el Gaucho muere: “Iba entonces a reunirse con Nene Brignone, en el campo abierto, en el trigal, en la noche tranquila”.