Me mudé hace unos meses y en casa todavía hay cajas para desarmar. En alguna está el libro que me regaló la señorita Irene cuando iba a tercer grado. Ella había sido mi maestra de segundo grado, pero fue al año siguiente que se acercó sigilosa en el recreo largo para darme un paquete envuelto con la advertencia: “este regalo es para vos y para tu hermana Magdalena”. Era una antología de cuentos de autores cordobeses y en su dedicatoria con caligrafía de pizarrón nos decía a las hermanitas Muro que este libro podía ser el comienzo de la biblioteca de nuestras vidas y que, de esta manera, la recordaríamos a través del tiempo, aún sin vernos. Se refería a mí como ‘personita muy querida’, y a Magdalena como ‘niña entrañable’. Lo de ‘entrañable’ no lo tenía del todo claro, pero era el adjetivo que le había tocado a mi hermana (lo asociaba con ‘misteriosa’); y que yo fuera ‘personita’ y ‘muy querida’ por Irene me hacía sentir un personaje de novela digno de ser adoptado por una familia amorosa que vive en una casa en la que siempre hay panqueques con dulce de leche, y cantan y ríen y leen antes de dormir. La señorita Irene era un ícono en el colegio y todas buscábamos su aprobación. Era referente hasta para mi Mamá que, ajena a lo que sucedía dentro del aula, también educó a sus seis hijos escuchando a María Elena Walsh, los Beatles, Carpenters, la cima del mundo, el anochecer de un día agitado, el mono liso y las peripecias de una naranja huidiza.

La señorita Irene empezaba sus clases a las 7.50 de la mañana –a esa hora en invierno todavía era de noche– invitándonos a saltar de nuestras sillas naranjas para recitar: “A levantarse dijo la rana, mientras espiaba por la ventana/ Un pajarito que estaba en la cama busca el zapato bajo la rama”. Era “Canción para vestirse” de María Elena Walsh. No creo recordar la melodía, siquiera haberla escuchado, y no la pienso en formato canción: en mi recuerdo suena la versión de Irene dirigiendo un coro de veintiún niñas de siete años que en mayo ya la estaban recitando de memoria y a los gritos paradas en los escritorios. En los grados siguientes, cuando caminábamos hasta el aula en el desarme de filas, en alguna parte entre el “feuasoma” y la exaltación del heroísmo del soldado Cabral, estoy segura de que –aunque no se lo pregunté a ninguna– mis compañeras también sentían celos al escuchar los alaridos de las nuevas nenas de segundo grado entonando “Canción para vestirse” bajo la dirección de su propia señorita Irene.

Ella salteaba las partes en las que María Elena dice: “Tira con tirita y ojal con botón”. Quizás por amor a la prosa y para que la repetición no alterara la enumeración de acciones que realizaban una serie de animalitos salvajes que, como nosotras, estaban empezando el día. La señorita Irene fue mi Walsh de carne y hueso. La otra, la verdadera, era inalcanzable: su cara con flequillo de María Elena en la portada del cassette vivía en una ciudad muy grande lejos de mi casa y le cantaba a un montón de chicos que yo no iba a conocer nunca. Les decía, muy suelta: “Mirénme, soy feliz, entre las hojas que cantan”, como Hebe Uhart guiando la hiedra en su balcón, con la diferencia de que las plantas de Hebe no cantan, sino que una es algo vanidosa y hace unos ‘arabescos al pedo’, la segunda es fea pero la respeta porque es resistente, y está la otra, quizás su favorita (o mi favorita), la que necesita que la guíen. Como ellas a mí: mis tres maestras.

La señorita Irene una vez vino a la casa de mi mamá a tomar el té y yo jugaba con una amiga que estaba de visita. Pienso que no estuve muy atenta, sino pendiente de mi invitada, ¿habrá entendido que las nenas a veces somos bobas y nos comportamos así?

Irene murió a fines de los 90, yo ya era adolescente y me habían cambiado a un colegio del barrio: ¿por qué no fui a verla? ¿a dónde estaba? ¿se habrá enterado que ella era ahora esa persona entrañable y muy querida por mí?

Cuando María Elena murió, lo vi por televisión en mi trabajo, me había mudado a Buenos Aires y me creía del todo adulta. Con una y otra noticia me sentí empequeñecida y tal vez más sola, en un mundo que se me presentaba como una biblioteca enorme llena de libros y autores que escuché de nombre pero que no leí. Les agradezco el gesto de haberme despertado. Ahora me toca a mí levantarme, lavarme la cara, entrar en sintonía, cantar para vestirme y por fin desarmar las cajas para dar con ese comienzo, y seguir.


Cocó Muro (Córdoba, 1986) Periodista, estudiante y cantante. Escribió el libro de listas Diez razones por las cuales usted debe tener este libro (Llanto de Mudo, 2015) y Rec&Roll: una vida grabando el rock nacional (Aguilar, 2017), las memorias de Mario Breuer, junto a Estefanía Pozzo y Mariel Breuer. Fue editora de la revista Dadá Mini y publicó crónicas y entrevistas en Anfibia, Gata Flora, Ohlalá, Último Round, Coso. Actualmente está produciendo un disco de canciones propias con una banda que a veces se llama Sergio Pángaro de Jogging y otras veces, Cocoa o Made In Coquito.