“Qué tal: se ve bien, ¿no?”. Juan Sasturain coloca el libro en la mesa de al lado, lo aleja parado contra la pared, y en esas seis sencillas palabritas comparte algo inasible y ubicable entre el entusiasmo y el deslumbramiento, donde quizás estén las señas de lo que se consigue luego de mucho tiempo de trabajo y deseo. Es un gesto de chico, por ahí. Con esa distancia, en la portada se aprecia mejor la fotografía en blanco y negro y movida de un tipo trajeado, cuya pinta remite a los años ‘30 o ‘50 del siglo pasado, sombrero, mano en el bolsillo, pañuelo blanco a la vista en el externo del corazón. El último Hammett, se lee. Juan Sasturain. “El libro está en mi cabeza desde hace treinta años”, dice. “Y en la escritura qué sé yo, porque hubo muchísimas etapas. Los últimos diez años seguro, mientras hacía otras cosas, como el Dudoso Noriega. El otro día encontré un indicio en una dedicatoria que me hizo Piglia en El último lector; porque yo me la he pasado hablando de esto. Algunos dicen que si hablás de la novela después no vas a escribir, que es inhibitorio; pero bueno, como yo soy medio cristianuchi culposo, si lo dije después lo iba a tener que cumplir. Y en esa dedicatoria, del año 2007, Ricardo me ponía: ‘Para Juan, a la espera del Hammett’. Quiere decir que ya estaba laburando y verbalizando sobre eso, que le contaba. Y a él le gustaba mucho Hammett, la idea y el tema”.
El último Hammett es un laburo fabuloso de 688 páginas que se complementan, además, con otras tantas que saldrán más adelante, en otro volumen, al que Sasturain llama “la historia del manuscrito”. El punto de partida aquí es Tulip, una novela inconclusa de Hammett, sesenta páginas que han aparecido en algunas compilaciones póstumas de sus relatos completos. Se trata de un texto bien atípico dentro de la obra del fundador del género negro, un intento de volver a publicar tras veinte años sin hacerlo: un álter ego de Hammett, con muchas señales autobiográficas, recibe en una cabaña boscosa la visita inesperada del coronel Tulip, antiguo compañero del ejército en las Aleutianas durante la Segunda Guerra Mundial. “¿Por qué no te inspiras en mis historias –lo pincha Tulip–, y te pones a escribir? Eres un viejo charlatán lleno de teorías”. “Piensa que esta vez estoy liquidado”, le dice el narrador al hijo de la pareja que le prestó la cabaña, y le explica que acaba de salir de la cárcel, que el FBI lo sigue persiguiendo, que la administración federal lo embargó, que en Hollywood ya no le darán trabajo como guionista “por esto del miedo al rojo”: es famoso que Hammett estuvo preso por recaudar dinero para pagar la fianza de activistas comunistas y que terminó preso al negarse a dar información al senador McCarthy. “Nunca diré una palabra sobre tu vida en ningún libro si puedo evitarlo”, le dice el narrador a Tulip, y le explica que tampoco escribió sobre sí mismo: “Lo he intentado una y otra vez, y jamás he logrado que lo que escribía sobre mi vida tuviese algún sentido para mí”. La novela inconclusa, que incluye varios relatos que bien podrían funcionar independientemente, hace pensar a un Hammett en diálogo con su fantasma, con su otro posible.
Sasturain parte con la reescritura de Tulip: blanquea al narrador en primera persona como Hammett y se inclina por una tercera para reescribir ese texto inconcluso y continuarlo “con orgullo, sin permiso y sin pudor alguno”, tal como señala en la nota inaugural que abre el volumen. “Salvaje transcripción, expansión, manipulación, cita, distorsión y atrevida apropiación”, enumera, y puede pensarse en aquello de “escribir lo que a uno le hubiera gustado leer”, esto es, saber más del escritor que se admira o se ama, el que con su literatura y su figura ha marcado la historia del lector. “Asumí el tono neutro, de castellano de traducción, porque arranqué desde la que hizo Ana Goldar para Bruguera”, dice Sasturain. “Creo que no me extralimité en atribuirle la identidad del narrador a Hammett, porque evidentemente su intención ahí era escribir algo autobiográfico. Y asumí ese tono, a veces con mayor rigurosidad o rigidez, otras veces me voy un poco, pero fue un lindo ejercicio. Es un verosímil y no hay más que establecerlo: a las dos páginas ya está. El Eternauta está escrito de tú, porque el vos no se usaba por entonces, no existía esa convención. Y en las películas tampoco. Tenemos acá las experiencias de traducciones que se han hecho en la Serie Negra que dirigió Piglia, con el uso del coloquial argentino, y es horrible: no se pueden tratar de boludos o mandarse al carajo, porque la convención del género no lo soporta. El verosímil se construye a partir de artificios, y la literatura es artificio”.
Y entonces Sasturain encarna, desarrolla y echa a andar, a partir de la arcilla de los personajes del Tulip original, los personajes de su propia novela de cara a su (a)propia(da) literatura: el coronel Tulip, por ejemplo, entra de lleno en las peripecias del misterio a partir de unos viejos papeles de Hammett y de algún delito por el que lo busca la policía; entran en juego la pareja que le presta la cabaña y sus tres hijos; y la pareja de caseros, sobre todo el ex boxeador Poynton, ex integrante de una escuela de sparrings, que alguna vez cruzó guantes con el Mono Gatica, y andará junto al escritor en algunas pesquisas. “Toda la novela transcurre en muy pocos meses del año ‘53, a poco de que saliera de la cárcel: eso es histórico. La muerte de Stalin ha sido reciente, la elección de Eisenhower también”, dice Sasturain. “Él está viviendo de prestado en Katonah, a unos ochenta kilómetros al norte de Nueva York, y como anda sin un mango tiene que escribir; ha intentado hacerlo varias veces y lo va a intentar por última vez. Y a partir de la visita del amigo se dispara la trama. Uso todo el contexto histórico, literario y cinematográfico, tomándome ciertas libertades, obviamente. Pero ahí están el escritor Roald Dahl, en pareja con la actriz Pat Neil, de la que Hammett estaba platónicamente enamorado; y Lillian Hellman, su compañera de los últimos años, que iba y venía de Europa; y Nell Martin, la escritora con la que fueron amantes, allá por el ‘29: a ella le dedica La llave de cristal. Y en mi novela, pobre, le invento todo, porque tengo tres o cuatro datitos nada más. Hay muchos más personajes, muchos de ellos inventados y otros no tanto. Hay algunos gustos que me doy: las conferencias de E. E. Cummings en Harvard son posta, ocurrieron en ese momento, y lo hago ir a Hammett a escucharlo. Del título de un libro de él, Tulips & Chimneys, me agarro para argumentar el modo en el que se llaman entre ellos, porque el coronel alguna vez le dice Chimney, o sea chimenea, por cómo fuma Hammett, que a su vez lo llama Tulip, por el nombre de esos poemas. Cummings como poeta es un monstruo. Y buen pintor, además”.
Robo, envidia y homenaje
Llegó anoche de pasar unos días en Reta, 574 kilómetros al sur de La Puerto Rico, el bar en el que una mañana templada de fines de agosto cuenta de su libro: el balneario le recuerda “Bahía desesperación”, un cuento de Fontanarrosa, en el que un perro volado por el viento no presagia mucho disfrute a los protagonistas. Afuera hay grupos de escolares que disfrutan de una excursión y a cien metros, en la Plaza de Mayo, un grupo de tareferos reclama que sus pagas no sean tan miserables. Sasturain es habitué aquí y los parroquianos lo reconocen, así que cada tanto intercambia unos saludos. Coordina por teléfono con la editorial la mecánica para algún viaje, alguna entrevista: tiene un trajín por delante con el libro. Terminó la carrera de Letras en el 69 y un par de años después, cuenta, se encontró en el suplemento de cultura del diario La opinión con un artículo revelador, dice, ilustrado por Sábat:”’Hammett el duro’, se llamaba el artículo, y ahí hablaba de Hellman, de él; si bien yo ya lo había leído, en ese momento fue cuando adquirí dimensión del personaje”. ¿Será de Soriano, ese artículo? “Debe ser, sí”, dice Sasturain. “Porque en ese momento Osvaldo, yo y otros leíamos con mucha intensidad y estábamos escribiendo nuestros respectivos libros, que tenían que ver con el género. Para Manual de perdedores, que es mi primera novela, ya tengo ese proyecto literario, un policial ambientado en Buenos Aires. Ahí pesaban las lecturas literarias e ideológicas, obviamente: nuestra admiración por Hammett y por Chandler pasaba por varios lugares. Algo más adelante, cuando publicó Últimos días de la víctima, lo conocí a José Pablo Feinmann, con quien también compartíamos esos amores”.
En El último Hammett lo pone a conversar y a reflexionar sobre autores, literatura, bloqueos, política, historia, cine, amor: es notable la prosa de Sasturain, el modo en el que entrevera con swing y plasticidad la puesta en contexto, la agilidad de los diálogos, el devenir de la trama. “Es lo que yo supongo que pensaría, yo me invento un Hammett”, dice. “Sobre Simenon sí emitió un juicio, y está registrado, pero sobre Chandler nunca opinó. En cambio, Chandler sí opinó mucho de él. Y él hace esa lectura filosa y un poco irónica de por qué el otro lo elogia: que es una manera de enterrarlo, dice. Y es muy lindo de pensar”. Entre ambos arma un paralelo con la figura que componen Stevenson y Conrad: “Claro, porque de algún modo se pasan la posta”, dice Sasturain. “Porque lo último de Stevenson coincide con la primera novela de Conrad. Y me gusta pensar que Hammett y Chandler, que eran exactamente contemporáneos, hayan sido sucesivos en la escritura: uno escribió mucho hasta los ‘40, y el otro empezó a escribir a partir de esa época. Y desde lugares de experiencias literarias distintas, porque Chandler imposta un modo de escribir, e incluso una lengua que no era la suya, que no correspondía con su propia experiencia, sino que imita lo que ha leído: escribe a la manera de, por eso su admiración literaria. En cambio Hammett inventa una forma de escribir desde la precariedad y desde esa mezcla de experiencia y de intento de veracidad, aunque era un hombre literariamente muy formado. Y muy curioso”.
Y vos tomás eso, escribir a la manera de
–Totalmente, claro. Pensá: la primera vez que yo operé sobre su escritura fue en “Versión de un relato de Hammett”, uno de mis primeros cuentos, del ‘82. Es un cuento policial pero político: sucede acá, en la época de la transición, del retiro de la dictadura. Un traductor está inventando un cuento de Hammett traducido para vendérselo a los españoles como un relato perdido, mientras está esperando a su mujer que ha ido a una manifestación. Y el diálogo entre ellos. Sí, siempre hemos hecho eso.
Hay una frase bárbara que Sasturain le hace decir a Hammett: “El impune ni siquiera se toma el trabajo de ocultar su robo: crea una situación que justifica la utilización flagrante de lo imaginado por otro. Y éste me parece que es de ese tipo. Siempre hay una mezcla de robo, envidia y homenaje. Prefiero a los que se deciden por uno de ellos. Si es que lo saben”. Está relacionada con la aparición en la novela de Roberto P. Fanesi, un narrador argentino que le manda un manuscrito a Hammett para que lo lea y después lo llama por teléfono para ver si ya lo leyó. Y luego se le aparece: ¿qué opina de su texto? Son pasajes muy graciosos en el libro: Fanesi ha tomado una historia de El halcón maltés y la completa. “Pero no es un plagio”, le dice a Hammett cuando finalmente lo encuentra. “Como su versión es tan corta y simplificada, pensé que le interesaría saber más sobre el caso Flitcraft”. Hammett le retruca: “Escúcheme: Flitcraft no fue Jesucristo, no tiene distintas versiones, evangelios que dicen algunas cosas que otros no tienen en cuenta y la historia se arma entre todos”. Fanesi es el personaje central de la otra novela, que tiene ya escrita.
Un escritor romántico
Cuenta Sasturain que no conoce Katonah, el sitio en el que plantó la cabaña que le tirotean a Hammett, donde transcurre gran parte de la novela. “Me gustó mucho contar de su vida cotidiana, que es la de alguien que no está escribiendo. Aunque un poco él se sienta a escribir, en ese momento, hacía rato que no lo hacía. Y aunque dijera ‘no, quién te dice que no estoy escribiendo”, no lo hacía: esto aparece desarrollado en sus biografías. Es que sus textos no están; mentía, como Capote, que decía ‘sí, ya la tengo, en cualquier momento te la entrego’; pasa que Capote se llevaba cien lucas a la casa y después te daba 30 páginas. Pero Hammett no estaba en esas condiciones. Y él agua terminó llegándole al cuello, porque estaba en la lona realmente, en lo físico y en lo material, muy quebrado”. Sasturain tiene una visión muy romántica de Hammett: “Es de esos escritores que uno hubiera querido conocer. Me gusta lo que escribe y lo que intuyo detrás de su escritura, y lo que dice. Y es un hombre muy complejo. Su relación con el dinero, que evidente reventó: era muy desapegado. Creía en la literatura, y a eso lo sostuvo toda la película. Por eso el rigor. Lo explica Steven Marcus en la cita que abre el libro: cuando tenés una escritura vigorosa y valiosa, hay ahí algo del mundo, del mundo con sus muchas tensiones. Y esa tensión deriva hacia el amaneramiento, a la repetición de la misma fórmula, a la que todos estamos continuamente condenados, repetir aquello que nos funcionó. Y si no, si se es honesto, se retrae. A él un poco le pasó eso: ya El hombre flaco, la del ‘34, es una novela mucho más juguetona, a la que le falta el ojo de tigre, con un detective jubilado, que proviene de la institución. Su recorrido se ve un poco en el talente de sus detectives, desde el gordo de La Continental a Sam Spade, de ahí al lugarteniente del gángster en La llave de cristal, para desembocar en este señor que se la pasa escabiando y conversando, muy inteligente, pero al final de cuentas, empleado de la policía”.
Haber escrito el libro a lo largo de tanto tiempo, dice Sasturain, deriva en que haya olvidado las circunstancias de contexto en las que escribió algunas páginas. “Yo no espero a tener todo para escribir, y eso se nota, además”, cuenta. “Porque hay muchas idas, venidas, remansos, derivas. Con muchos personajes no tenía previsto qué iba a pasar: hay intrigas que fui resolviendo durante la marcha. Y entonces lo que hice fue dejar hacer a los personajes, hasta que pudiera ver realmente qué había pasado. Es lindo eso. En cambio, si vos en determinado momento ya concebiste la totalidad del desarrollo, quedás limitado a los movimientos funcionales para llegar a ese lugar. De este modo vos tirás sobre la mesa para ver cómo se va armando; inclusive hay que encontrar, hay que dejar que los personajes se sienten y se pongan a hablar”. Una distinción entre seguir lo planteado en un plano y las sucesivas capas en una pintura. “Y sí, la literatura es un poquito así”, dice. “No todos los textos tienen el mismo origen, pero a mí me pasa eso. Eso sí: cada segmento está muy laburado, muy acabado. Son escenas con textura. Yo sé que por ejemplo hay varios remansos, en los que él se pone a pensar, habla de literatura, de los alemanes, de las cartas, de todo un poco, en una tercera persona muy pegada a él. Y lo hago leer mucho: y aunque él leía mucho, a veces me tomo demasiadas libertades”.
Hammett, dice, le funciona como un modelo de escritor en el sentido más amplio de la palabra. “Cuando hace esta formulación, por ejemplo: a todos nos gusta tener público, a todos nos gusta que nos lean, a todos nos gusta ganar dinero y además que los críticos nos traten bien. Tiene una concepción de la literatura como trabajo, no tiene una concepción de artista. Es un personaje hermosa y sanamente norteamericano: un hombre que va a pelear por su país en las dos guerras, que va a pelear contra el fascismo. Es un hombre de izquierda, pero va a pelear por su país. Encarna muchas de las cosas que uno valora: el tipo que trabaja para un lector real, que tiene una vocación. Lo artístico no está separado de lo laboral y es un tipo que vive de lo que escribe. Y se lleva mal con los izquierdistas de café. Jamás se victimiza, siempre se hace cargo de sus propias complejidades y contradicciones. Y es un grande: probablemente el creador más genuino del género, creador de una escritura, inventor de una manera de escribir, de un universo, de un mundo. Es bárbaro”.
¿Qué fue lo que lo más te costó del libro?
–¡Terminarlo! Muchísimo tiempo, muchísmo trabajo. Está dedicado a Lili, mi mujer, que sabe remar: en todo sentido. Yo también me he acostumbrado a remar. Porque la literatura también es remo, claro que sí.