“Inútil es que trates de entender o interpretar quizás sus actos./ El es un rey extraño./ Un rey del pelo largo”. La escena en que Lorenzo Carlitos Robledo Puch Ferro apoya la púa sobre el disco “El extraño del pelo largo” de La Joven Guardia para lanzarse a bailar solo –el cuerpo liberado, sensual, femenino se podría decir– es memorable. Está en el living de una casa ajena: la danza –algo diabólica, perversa– será el punto de partida de un raid musical fascinante. El ángel, la mirada cinematográfica de Luis Ortega sobre el año y pico en que Carlos Robledo Puch tapizó de sangre la franja que va de Florida a Carupá, ya superó el millón de espectadores y sigue incitando a algún debate. La mayor acusación apunta a la metamorfosis en una especie de grácil ícono pop de un asesino que obró con una impiedad que, tal vez, representó un prólogo o un subrayado de la violencia política desatada en esa década. Esa línea de pensamiento patalea porque Ortega pasteurizó el caso: el opuesto de lo que ocurre con El marginal, que las quejas señalan que la ficción “estigmatiza con una dureza extrema las condiciones de la cárcel”. El ángel es a Robledo Puch lo que Tango feroz a Tanguito. La hilacha de la realidad se desdibuja en la madeja de la ficción.
La música también ancla en la realidad y tiene vuelo propio. El año clave es 1971, pero no hay un rigor temporal estricto. La banda sonora exhibe un vigor excluyente. A vuelo de pájaro, se trata de una promiscua utilización de géneros y estilos que se ajustan a ese singular limbo histórico que fue del Cordobazo al regreso de Perón o, desde el reverso ideológico, de Onganía a la Triple A de López Rega. Años más, años menos.
El hallazgo extraordinario de Luis Ortega es lograr que la música opere como un complemento del relato y no como un adorno. Se ha comparado la música de su película con la del Tarantino de Perros de la calle y Tiempos violentos antes de sucumbir a la fórmula de los Lados B epocales, pero también se escuchan detalles del Favio de Gatica, el Mono.
La música cuenta: el caldo social y político se espesa, Robledo Puch aparece cebado en su estilizada psicopatía y El ángel pasa de “La chica de la boutique” de Heleno (one hit wonder con el mejor eslogan de la industria discográfica del planeta Tierra: pelado, Heleno se hacía llamar “la Rodilla que canta”) a “Cada día somos más” de Billy Bond y La Pesada. En ese tema, Billy Bond inaugura un verso proto punk que en perspectiva funciona como el dream is over criollo, aún más ácido que el original de Lennon: “Amor y paz son palabras que sirven para rimar”.
El pasaje de la candidez a la densidad también se manifiesta entre Gigliola Cinquetti (y esa increíble viñeta de la usina de San Remo titulada “No tengo edad”, una oda a la castidad) y Manal, entre el “Vuelve primavera” de Johnny Tedesco o el “Tengo el corazón contento” de Palito Ortega y “Adónde está la libertad” de Pappo’s Blues (“A dónde está la libertad/no dejo nunca de pensar (...)/El otro día me quisieron matar/con ametralladoras ¡pa pa pa pá/ yo solo quiero escapar/de toda tu locura intelectual”). Parecen extremos: una música habitaba la radio y la televisión, incandescencia de sonrisas blancas y baile; la otra era la expresión de un gueto que no sabía o no podía bailar. Todo era extremo, pero nada aparecía muy claro: hablamos de política y de pop. La patria peronista, la socialista, la música complaciente, la progresiva... La pureza, el gesto incorruptible, la intransigencia, formaban parte de las utopías.
Así como “La balsa” de Los Gatos fue editada por un sello multinacional con una autocensura consensuada y estratégica en su Lado B, “El extraño del pelo largo” fue también una perfecta canción hippie de La Joven Guardia, grupo borrado de la historia del rock (“sus cuatro miembros piensan de manera conformista”, escribía Juan Carlos Kreimer en su libro Agarrate!!!, de 1970). La revista Pelo, palabra santa, La Biblia del rock, los demolía en las reseñas. Su líder, Roque Narvaja, sintonizó los tiempos como nadie: luego del éxito pop se arrojó a la militancia y publicó una encendida trilogía solista de canciones testimoniales, como concebidas con un fusil en la mano: Octubre (mes de cambios), Primavera para un valle de lágrimas y Chimango. Como Luis Ortega, Narvaja vislumbró el lazo que unió al beat inocuo con la ametralladora “pa pa pa pá”, de Pappo.
En el flamante libro Que cien flores florezcan (Gourmet Musical), de Norberto Cambiasso, en un ensayo sobre Polifemo se lee: “Tras la separación de los tres pioneros –Los Gatos, Manal, Almendra– el rock argentino pasa, hacia 1971, por un momento de perplejidad. El futuro parece resistirse a cualquier conjetura y a ese sentimiento vacilante, de amarga incertidumbre, no es ajena la coyuntura política y social (...). Una complicada dialéctica histórica desmiente esa narración lineal que hemos heredado de la historiografía oficial, como si el rock argentino hubiese estado siempre sujeto a una curva de crecimiento exponencial que concluye en el reconocimiento masivo post Malvinas. Hubo flujos y reflujos, vacilaciones y saltos al vacío. Aunque más no fuera porque el rock, más allá de su a veces declarada voluntad de aislamiento, no puede apartarse de la marea social y política que sacudió a la Argentina de aquellos años”.
Todo revisionismo supone un discurso del presente sobre el pasado. Robledo Puch, el verdadero, tocaba el piano (¡el piano de Olivos!) y tal vez no fue al Festival B.A.Rock II del Velódromo –o ni se enteró– porque ese noviembre de 1971 estaba entretenido asesinando por ahí, como la familia de Mr. Jones. El ángel de Ortega, en cambio, baila “El extraño del pelo largo”, enajenado. Parafraseando la célebre ecuación de Woody Allen, tragedia más tiempo es comedia y es, también, un rumor de canciones perdidas –juntas y revueltas– en el inconsciente colectivo.