Irina llega a la puerta del edificio y saluda con una leve sonrisa a Carlos, que barre la vereda. Para Irina, Carlos es diferente al resto de los porteros. Siempre le parecieron seres chismosos, metidos y falsos. Pero Carlos, a quien conoce desde que se mudaron, le parece un tipo de confianza, que quiere a Sofi, en definitiva, un buen tipo.

Irina entra al ascensor y mira el reloj, vuelve media hora más tarde de lo habitual. Cuántos años le faltarían para jubilarse y no volver nunca más a esa oficina. Muchos. Aprieta el botón y sube. Llega al quinto, busca las llaves en la cartera, y se toma unos minutos antes de entrar. Respira profundo varias veces, mientras mantiene los ojos cerrados. Después de unos minutos, decide abrir la puerta. Son las cinco y media de la tarde, y en invierno, ya es de noche.

Apenas pone un pie adentro, se tropieza con Cleta, la muñeca preferida de Sofi. Hace unos pasos y encuentra los patines desparramados en el living, la mochila con la cara de Violetta, que tanto detesta, y los cuadernos de la escuela arriba del sillón. Mientras va agarrando una cosa por vez, la llama.

—Sofía, qué te dije del orden, hija. Necesito ayuda para mantener la casa más o menos en condiciones. Sacás una cosa y la volvés a poner en su lugar. Encima tu padre, más desordenado que vos, qué le voy a exigir a esta criatura -susurra para que Julián no la escuche.

Julián se había quedado sin trabajo hacía varios meses. Mientras Irina salía a trabajar y llevaba a Sofía a la escuela, él se quedaba mirando los clasificados en la computadora. Empezó buscando en empresas y en estudios contables, pero a esta altura, había llegado a mirar las ofertas de trabajo para cuidar viejos. Nunca hubiera pensado en la posibilidad de limpiarle el culo a un viejo, pero ahí estaba. Julián pasaba más tiempo en el departamento que antes, pero ni limpiaba, ni ordenaba, ni hacía compras en el supermercado de los chinos, nada. Lo único que hacía desde que Irina y Sofía salían temprano a la mañana, era mirar las ofertas de trabajo y anotarlas en un cuaderno de tapa azul. Irina, después de varios meses y al notar que no surgía ninguna posibilidad real, le ofreció dejar su currículum en la empresa donde trabaja, pero Julián, claro, le respondió que no, que ni loco, qué cómo su mujer le iba a conseguir un trabajo, que no se preocupara, que iba a poder solo.

—Julián, ¿vos no podés acomodar las cosas de Sofía aunque sea antes de que llegue? ¿Tan difícil es que vos también intentes educar a tu hija? -repite Irina mientras sigue levantando juegos tirados en el piso.

Irina habla, pero nadie responde.

—Julián, te estoy hablando, ¿podés venir? -insiste.

Un hombre rubio y de unos enormes ojos celestes se acerca del pasillo hasta el living. No es Julián. Su marido es un tipo morocho, de tes negra, nieto de inmigrantes turcos, no ese señor ahí parado.

Irina se queda quieta, todavía agarrando la mochila con fuerza. Por su cabeza le pasan miles de posibilidades: un ladrón, un amigo de Julián al que no conoce, un vecino que se equivocó de departamento, pero instantáneamente aparece en su cabeza el rostro de Sofía.

—Sofía, ¡mi amor! Vení ya para el living, por favor. Ya Sofía, ya… -grita Irina con voz temblorosa.

Detrás del hombre rubio, aparece una nena también rubia, que tampoco es Sofía. Esta nena parece ser un poco más chica que su hija, Sofía tiene seis, este año empezó primer grado y es morocha.

Irina los mira, los mira fijo y ellos, desde la punta del pasillo le sonríen.

—Mami, mami, ¡te extrañé! -grita la nena mientras se acerca corriendo y abraza las piernas de Irina.

Ella no baja la mirada, porque continúa observando a este hombre, que no es Julián.

—¿Quiénes son? ¿Dónde están mi esposo y mi hija? -pregunta.

El no Julián, se acerca, y camina hacia ella, de la misma forma que camina su esposo.

—¿Qué estás diciendo, Irina? ¿Cómo qué quiénes somos? Dejate de joder, que si no te sentás un rato con Sofía a terminar la tarea va a llegar tarde a patín, yo ya me rompí las pelotas de explicarle las letras, que la “P” tiene una sola panza y que la “B” tiene dos, sentate un rato vos querés, yo me pego una ducha y sigo mirando los clasificados un rato –dice mientras se aleja al baño.

Irina mantiene la vista, hasta que el no Julián desaparece del living. Habla igual que Julián, sabe su nombre. ¿Pero cómo? ¿Cómo sabe el nombre de su hija, cómo sabe que tiene patín?

La no Sofía agarra la cartuchera y el cuaderno tirado arriba del sillón, se sienta en la mesa y empieza a leer en voz alta: “Ta-re-a”.

Esa nena, que no es Sofía, de ojos grandes y también celestes, le dijo “mami” hace unos minutos.

Le falta el aire, agarra el celular y sale al balcón, desde donde mira el río. Se fija en las últimas llamadas en su celular: Julián y Florencia, su marido y la mamá de una compañera de la escuela de Sofi. Elige el número de Julián y lo llama. Da tono.

—Por favor, Julián, respondeme, por favor –suplica por lo bajo pensando que seguramente el estrés de los últimos meses la está haciendo delirar.

En ese instante, desde el otro lado del vidrio, el hombre rubio con el celular en la mano, la mira y atiende.

—¿Qué te pasa, Irina? ¿Por qué me estás llamando? Te dije que me quiero ir a bañar –responde la otra voz por el teléfono y corta.

Irina llora y se asoma tirando el cuerpo para adelante, agarrándose fuerte de las barandas y mirando los cinco pisos que la separan de la vereda.

Vuelve a entrar. Mientras cierra la puerta del balcón, pasa corriendo un gato, que se sube al sillón y se acomoda para dormir. Irina se acerca, su gato Renato tan cariñoso, con ese hermoso pelo gris y esos ojos verdes, ahora es un siamés gordo que la mira con cara de poco amigo y le muestra las garras.

—Me llamaron del trabajo, vuelvo en un rato – dice de forma apurada y cierra la puerta. No sabe por qué avisa a esos desconocidos que se va, pero avisa. Baja los cinco pisos del edificio por la escalera casi corriendo. Se agita, y para. No tiene sentido, nada tiene sentido.

Lo encuentra a Carlos en la vereda barriendo las hojas amarillas y rojas con la escoba. Lo envuelve una bufanda, y por el frío su respiración larga un humo caliente.

—Irina, ¿qué hace así tan desabrigada? Se va a enfermar –pregunta el portero.

La mira un tipo canoso, que le devuelve una mirada cálida y conocida, la que desconoce en su esposo y en su hija. Irina se acerca y lo abraza.

—Irina, no me asuste. ¿Qué le pasó? ¿Dónde está Sofia? –pregunta. Ella continúa abrazándolo y llora desconsoladamente, trata de explicarle pero Carlos no entiende y pide que se tranquilice.

—Julián, no es Julián, es un tipo rubio, Carlos, pero habla igual que él, tiene su celular, no sé. Sofía tampoco es ella, es rubia y parece más chica, pero me dice “mami, mami” –dice entre lágrimas.

Carlos no entiende, intenta tranquilizarla, y le dice que la acompaña hasta el quinto para que descanse.

El palier del edificio está helado. Se suben al ascensor y es Carlos quien toca el botón para subir, ella no para de llorar. Carlos aprovecha a pasar un trapo en una mancha que tiene el espejo. Irina busca las llaves y abre. El hombre y la nena, los rubios, están sentados en la mesa, uno al lado del otro, repitiendo sílabas para terminar la tarea.

Irina los señala, esperando una respuesta de Carlos. Él entra al departamento, da unos pasos acercándose al no Julián y a la no Sofía, pero cuando se voltea para decirle algo a Irina, Carlos se ha convertido en un rubio más.