The Party

Reino Unido, 2017

Dirección: Sally Potter.

Guión: Sally Potter, Walter Donohue.

Fotografía: Aleksei Rodionov.

Montaje: Emilie Orsini, Anders Refn.

Reparto: Timothy Spall, Kristin Scott Thomas, Bruno Ganz, Cherry Jones, Emily Mortimer, Cillian Murphy.

Duración: 71 minutos.

Distribuidora: CDI Films.

Salas: Del Centro, Showcase.

7 (siete) puntos.

Como si se tratara de Asalto y robo de un tren (1903), el film pionero de Edwin Porter, precursor del western, en donde el bandido dispara a cámara para escribir un lugar de fundamento en el devenir cinematográfico, el nuevo film de Sally Potter, The Party, propone un inicio similar. Ahora bien, los tiempos han cambiado y ya no se trata de un pistolero, sino que es ahora Kristin Scott Thomas quien apunta con su arma al rostro del espectador. Si habrá disparo, eso es algo que el devenir del film perseguirá. Así que, hecha semejante invitación, cómo no querer ingresar en esta casa donde todo está a punto de explotar.

En tanto palabra inglesa, “party” define tanto a la “fiesta” como al “partido político”. Con ambigüedad semejante, habrá que ver por dónde viene el asunto, y esto es algo que el film aclara gradualmente si bien nunca de modo suficiente. Desde lo inmediato y como McGuffin, todos celebran la victoria de Janet (Kristin Scott Thomas), quien radiante no hace más que atender su teléfono, a la vez que su casa se puebla de gente amiga con afectos distantes. De hecho, es en este reconocimiento frío cómo se entreteje el submundo que estos personajes habitan. Entre ellos, un marido hundido en su asiento y vinilos (Timothy Spall); la pareja amiga conformada entre la acidez de ella (Patricia Clarkson) y las frases fast-food de él (Bruno Ganz); una pareja lesbiana y de edades distantes a la espera de ser madres; un financista desbordado, que calma la ansiedad con cocaína (Cillian Murphy).

Cada uno irá presentándose desde rasgos delineados de manera atractiva: la púa sobre el vinilo, los comentarios irónicos, los gestos seductores y los gestos despectivos, el celular a la vista y celular escondido. Entre todo esto, destaca como misterio la algarabía supuesta por el triunfo de Janet, el cual será develado de a poco y de manera inherente al juego político y parlamentario en el que ella –y todos- están insertos. Más aún, la particularidad tendrá que ver con el área política de la salud, con las conquistas logradas y el ascenso personal de quien es vista como artífice o consumación de un logro que, antes que colectivo, sería apenas grupal: el del partido.

A la manera de una interna, subsumida entre cuatro paredes de fisonomía cambiante –living, cocina, baño, patio-, los partícipes de este partido decaído aprovechan toda oportunidad para largar reproches y herir de palabra. Sus edades delatan una vida de discusiones y alteraciones prolongadas, en donde –dicen- el cambio es bueno. “Alguna vez fuiste feminista”, le espeta la esposa al marido alemán; “¿Recordás cuando éramos idealistas?”, se dicen las “amigas”; para luego arribar a una puesta en duda sobre las virtudes del sistema de salud occidental. “Los médicos son corruptos”, se escucha. “Pero es la ciencia la que me permite tener hijos”, se responde.

 

Scott Thomas es Janet, la nueva ministra de Salud británica.

 

Ahora bien, nada de todo esto apela, desde lo cinematográfico, a criterio formal alguno en donde las máximas de los diálogos pretendan explicar angustias, sino al pleito mismo, como lugar vital al cual los personajes son arrojados; peor aún, es allí en donde están radicados desde hace, presumiblemente, mucho tiempo. Hay -y esto es para celebrar- una sorna continua en el retrato que de ellos la directora Sally Potter practica. Ninguno de los presentes, en este sentido, será santo de devoción, aunque sí se exponen ciertos contrastes dedicados a señalar diferencias que de ninguna manera relativizan lo que sucede, sino que recuerdan determinados fundamentos personales y sociales.

Es esto, justamente, lo que dará razón a la frase que Bill, el esposo de rostro sumido en sí mismo –quien desde sus vinilos hace sonar a Bo Diddley, Ibrahim Ferrer, John Coltrane- diga: “¿Cómo hemos llegado a esto?”. La alusión no sólo apunta al grupo en cuestión, sino a la médula de un comportamiento que es extensivo y rebasa los límites de la sociedad inglesa. Desde la tarea docente y política, ellos son profesionales de la salud, esa área que es lugar de esencia para la sociedad, cualquiera sea. Nada impide, de todas formas, que se lo haga entre miserias propias y ajenas.

De acuerdo con los lugares de fundamento aludidos, el dinero aparece como una instancia de encuentro y desacuerdo. Allí, entonces, el duelo entre el hombre de sensibilidad musical y el financista exitoso, de traje caro y zapatos con los que podrían comer tres familias. El duelo es evidente, de reminiscencia western, y vale recordar que el drama iniciaba con una cita explícita hacia el género. Allí la cuestión: puesto que se trata de un género cinematográfico de trayectoria masculina, Potter se atreve y lo feminiza. No sólo desde ángulos de cámara y réplicas verbales, sino también en cuanto a la disolución de los habituales lazos heterosexuales y machistas. Es decir, en The Party hay una distribución evidentemente simétrica de las elecciones sexuales.

Esto es algo que puede leerse de varias maneras; por un lado, desde los cambios sociales mismos, de los cuales los personajes han sido y son sus protagonistas (la relación entre una mujer mayor y otra más joven agrega, en este sentido, una liberación subrayada); por otro, como señal de cierta pesadez que las edades expresan, en donde las luchas sostenidas han sido más o menos triunfales, algunas perdidas, pero sobre todo hay algo de la ilusión de aquellos años que la institucionalización hiere. En ese lugar incómodo cae el diálogo de las madres primerizas, ahora en el umbral de una vida por completo distinta. También sucede con la revelación que la película guarda en su seno, en tanto chispa que prende el fuego y desoculta episodios de otros tiempos.

De este modo, la película cobra un vértigo ascendente que no pierde nunca el toque de humor, a veces sórdido, incluso en los momentos más sensibles. Y lo hace desde un blanco y negro nada gratuito, en tanto juego de contrastes que desborda hacia ese pasado que es habitualmente invocado, como rémora de una vida ya sucedida. Hay algo de desilusión en lo que se ve, y los personajes son, parece, un tanto víctimas de sí mismos. Que el pleito suceda entre paredes y un argumento de similitud teatral no es más que mera apariencia. El desglose de planos y el fuera de campo, la reiteración de ángulos (contrapicados que detallan al personaje y lo yerguen de modo extraño), el ritmo de acciones paralelas, la música siempre diegética, no hacen más que ratificar que esto es cine. Hay algo, de todos modos, que rompe con tanto entrevero, culmina por aclarar el asunto y lo hace en forma de sorpresa. El drama, lamentablemente, se diluye, tontamente se explica. Es por ello que puede objetarse el desenlace, porque pareciera -¿involuntariamente?- rozar los malos vicios de un simple golpe de efecto, de una tonta vuelta de tuerca.