El día que conocí al padre de Robledo Puch traicioné mi oficio de periodista. Fue hace 46 años, y necesito confesarlo. Inevitable la autorreferencia.

Eyectado de mi Mendoza natal, caí en la revista Gente, es decir: 400 mil ejemplares de tiraje. El “caso” Robledo Puch estalló y fue el “fenómeno” Robledo Puch. El rostro del muchachito serial reemplazó en las tapas a los organismos de mujeres desabrigadas. Faltaban cuatro años para que, a partir de ese 1976, el periodismo de esta patria idolatrada asumiera, complaciente y cómplice, el limbo del infierno: violaciones de vidas y de muertes; afano de criaturas desde la placenta. Y Susana Giménez ya era Su. Y don Borges cada día escribía mejor y nos preguntaba: “Este muchacho Sabato, ¿sigue sufriendo tanto?”

El “fenómeno Robledo” no inquietaba, fascinaba. El periodismo se herniaba buscando nuevos ángulos para abordar el enigma de ese jovencito: revoleábamos interpretaciones de psicólogos, grafólogos, astrólogos, sociólogos. Yo propuse entrevistar al padre de Robledo. Metele, me dijeron. Con el fotógrafo Gianni Mestichelli teníamos auto con chofer día y noche. Entusiasmado por la “nota diferente”, salí en busca del padre del precoz asesino numeroso. Que Dios me perdone (si es que existe).

¿Cómo me sembré para desembocar en la entrevista? Robledo Puch, con 20 años, estaba en un podio atroz por los 11 humanos que desgajó en 9 meses. Era el año 1972 después de Cristo; desde entonces, su cárcel a perpetuidad.

Asistí a reconstrucciones de sus asesinatos. Confieso: nunca pude sustraerme del magnetismo de aquel adolescente altivo: economía gestual, andar relajado, ni un rastro de pesadumbre. Accionaba como un actor que encarna a un asesino. Miraba a su entorno con desgano, en diagonal, sin tomarse la molestia de girar el cuello. Estaba como adentro de una película, y cautivaba con su gélido cinismo. Tenía carisma, destino de afiche. Solía alardear de su capacidad felina. Subido a un techo con claraboya, a cinco metros de altura, para el descenso los custodios pidieron escalera. Él desafió: “No quiero escalera. Gato salta, y esposado”.

El Angel Negro fascinaba en aquel presente. El juez Víctor Sasson, que siguió el caso en la primera etapa, un día me invitó a su casa; en el living proyectó registros en 16 milímetros: mostraban al precoz asesino reconstruyendo sus “hazañas”. Recuerdo un pasaje: viene Robledo caminando, esposado; desde la vereda de enfrente decenas de curiosos lo insultan; él, sordo a todo. Ese día como espectador se sumó un hijo del juez, tendría unos doce años. El doctor Sasson susurrando me dijo: “No me lo va negar: mi pibe ya es el retrato de Robledo Puch”.

Algo más: una asistenta social me compartió este diálogo con el muchacho que algunos medios nombraban el Chacal:

–¿Te das cuenta? Sos asesino. ¿Te duele haber hecho lo que hiciste?

–No me duele.

–Carlos, en las noches, ¿sentís remordimiento, culpa?

–¿Qué culpa tengo de haber nacido asesino? Vaya, pregúntele a mi mamá y a mi papá.

–Decime, ¿qué sentís por tu mamá y por tu papá?

–Mi papá es un hombre bueno.

–¿Y tu mamá?

–Mi papá es un hombre bueno, le dije.

–Carlos, me decís que no tenés culpa. Sabrás que nadie nace asesino o santo. Para eso tenemos la voluntad, y podemos elegir.

–Bueno, yo no tengo voluntad. ¿Qué culpa tengo de no tener voluntad?

Este es el diálogo que me empujó a conocer al papá de Robledo Puch. Los compañeros de trabajo coincidían: era un hombre manso, bondadoso, ejemplar. Las simpatías no eran tantas con la madre.

Era el mediodía de un domingo cuando fui a buscarlo a una casa de la calle Acacias, en Villa Adelina, provincia de Buenos Aires. Me atendió la abuela. Me dijo que el padre de Robledo estaba en Corrientes, “en un viaje de trabajo. Catorce días”. Le creí. A las dos semanas volví, insistí con el timbre; no salió nadie, pero se notaba gente en el interior. Me fui, volví a media tarde.

Timbre, y nada.

Ya poseído por la impiadosa pérdida de conciencia que ocasiona la sed periodística, volví al otro día; yo debía conseguir a ese padre. Empecé a buscarlo desde la obsesión, mientras anidaba un interrogante: ¿Cómo un hombre puede soportar el dolor de que su hijo haya matado, fríamente, a una por una, a 11 personas?

Seguí pulsando el timbre de la casa señalada, a cualquier hora. A veces se asomaba la abuela, mujer de monosílabos rotundos... Los días pasaban, y la vida. Era un lunes, alrededor de las 8;  y se abrió la puerta cuando yo me aprestaba a timbrear. Salió un hombre. No podía no ser el padre de Robledo Puch. Salía como para ir al trabajo. No tenía modo de no verme. Vi a una persona de traje, recién afeitado, tristísimo. Tristísimo e indefenso. Nada hizo para eludirme, nada. Su mirada resbaló sobre mí. En esa mirada no encontré fastidio, ni sorpresa, sólo desolación. El hombre estaba como desplomado adentro de sí mismo... Le dije buen día, nada menos. No me contestó. Mudos, seguimos mirándonos. Lo nombré por su apellido. En voz baja me dijo: “Olvide mi nombre, estoy en este mundo pero ya no existo...” Seguimos ahí, quietos. De pronto, neutro, el padre de Robledo Puch pronunció “gracias”. Y empezó a alejarse por la vereda. Unos veinte metros y se detuvo en seco. Pero no se dio vuelta. Después de la eternidad de unos segundos, siguió caminando, despacio. Al llegar a la esquina se subió a su auto. Lo puso en marcha y partió, lentamente. El fotógrafo estaba cerca, algo intuyó: “¿Y el tipo ése?”. “Un vecino” –le dije.

Todo lo que pude hacer por este hombre es no escribir jamás su nombre en una nota periodística. Para no avivar la desenfrenada curiosidad de esos días... De aquella ráfaga me quedó la imagen de su nuca flaca. En plena vereda, tan desguarnecido, ese hombre se desgarraba como se desgarran las madres, al parir. Pero su parto de padre-madre era sólo de dolor, sin gloria, sin redención. De dolor irreparable, para siempre.

(Al volver a la redacción mentí: “El padre del Robledo se fue a Corrientes, por un año.”)

Posdata

En la noche del día de mi traición al periodismo me permití imaginar, y lo escuché a ese padre: ¿gemía? ¿rezaba? 

–Ay, hijo, sale tu foto en los diarios... dicen cosas espantosas... Yo también te parí. Ahora sé que nunca más podré asomarme a tu cama, ¿cómo saber si estás respirando?

Estás solo, como nadie en la tierra. Estoy solo, como nadie en la tierra.

En esta y en todas las noches de la vida, estaremos solos, hijito.