Un diseño institucional, el trazado de los ministerios, el follaje estatal con sus nombres con cara de organigrama, dicen mucho, hablan del cuadro implícito de intereses gnoseológicos de un gobierno. Los nombres de los ministerios y su posición en la nomenclatura, de qué otra instancia administrativa dependen y qué depende de ellos, es la elocuencia apenas susurrada de un Estado. El manotazo grosero de un necio que juega a ser Ptolomeo de plastilina, con un plumín dibujando en el aire organigramas estatales, nos revela que de un desesperado rechinar de dientes, bajó el nivel del Ministerio de Cultura, que era de creación reciente como el de Ciencia. En otras circunstancias, una trama institucional con diversas competencias, interrelaciones y preminencias, si es sutilmente proyectada, sería un impulso a esos sectores esenciales de la vida social. Pero en estos casos, lo que significan ahora es reducción de presupuesto, declarar prescindentes a sus trabajadores, ejercer un desdén señorial propio del fifí aturullado qué no sabe dónde está parado, que pone molinetes panópticos en las entradas de la Biblioteca Nacional, que permite festicholas funambulescas en el Bellas Artes, y que hace sucumbir significativos proyectos satelitales construidos por el soberanismo científico del país. El manotazo de este pobre Frankenstein sobre el cuadro ministerial, revela desesperación, incuria, barbarie, odio a los trabajadores de la cultura, el arte y la ciencia, la universidad, la educación, y sobre todo, profunda ignorancia. Mientras quiebra laboriosas arquitecturas de decisión, su ideal modernizador está cumplido. Primero construyó un estado laberíntico. Luego lo hizo volar por los aires con una patada modernizadora y bailó como un pato desquiciado sobre las ruinas.
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