Toda clase de cosas posibles (Colección Mulita) hilvana los relatos que Virginia Feinmann –primero como Indira, seudónimo antipudor– fue subiendo a su Facebook a lo largo de dos años. Lo suyo es dictar talleres de escritura, el campo de los derechos humanos (fue parte del Espacio Memoria y Derechos Humanos de la ex ESMA, CELS y Amnesty Australia), las traducciones (para Access InfoEurope y Freedom of Information Advocates, además tradujo ensayos de Tariq Alí, Susan Buck-Morss y una ficción inédita de Rodolfo Walsh). También, la investigación periodística para trabajos de su papá (José Pablo), las mesitas de luz con varios libros a la vez, las tardes recorriendo librerías, compartiendo presentaciones y sobremesas que merecidamente traspasan la medianoche.
Con la sencillez estética con la que suele bromear el talento, estos relatos fluyen como si hubieran sido desahogados en esas madrugadas, al llegar a casa o en medio de un insomnio creativo cualquiera. Desnudan la mirada (sobre toda clase de cosas posibles) de una mujer urbana, de 40 y tantos, profesional, busca, sexuada, sensible, guarra, enamoradiza, psicoanalizada, politizada, enyoguisada. ¿Los textos hablan de Virginia Feinmann? “Sí pero no”, aclara la autora, ahora abocada a su nuevo proyecto, cuentos largos. La verdad es que los relatos reflejan vida, alegrías y desconciertos de muchas mujeres de su generación; leerlos provoca el mismo viaje íntimo y silencioso que cuando una anda distraída y se ve (el alma) espejada en un portero eléctrico de bronce, a pleno sol.
El abuso sexual infantil aparece en tu relato de forma descriminalizada. ¿Desde qué trampolín elegiste narrarlo así?
–Empecé el libro con el texto del abuso porque pone en clave el resto. Esta novela también puede leerse como la historia de una mujer que nunca supo dónde ubicar su sexualidad. O se le confundía con ternura maternal y perdía el deseo, pero quería seguir así con su marido porque lo amaba sin sexo, o se le disparaba en búsquedas autodestructivas, en escenarios equivocados como la consulta al homeópata, el tribunal del juicio a De la Rúa, o tipos casados con quienes no había posibilidad de afecto. En este caso puedo decir “esto pasó de verdad”, lxs que sufrimos abuso sexual infantil somos un poco así. El verdadero daño es la confusión. El sexo irrumpió de modo que no pudiste elegirlo, ponerle nombre ni darle lugar. Lo olvidaste, para seguir adelante. En el libro está puesto de modo tan casual como sucede en tu vida. Nunca te lo viste venir, y no sabés ni qué significa. Y marca tu conducta afectiva para siempre. Por otro lado, no se le puede pedir corrección política a la literatura porque sería aburrida, pero esta novela toma partido por muchas cosas.
¿Por qué decís que es tu libro-shorcito?
–Al ser la primera persona de una mujer, y de una mujer que tiene deseos, su sexualidad disparó alguna situación incómoda de parte de algunos lectores. Cuando lo comenté con mujeres de otra generación apareció la cuestión que nos atraviesa a todas: ¡vos también… ! (como si fuera mi culpa). Y yo pensaba: es mi libro shorcito, el libro minifalda que provocó que el otro pudiera avanzar. Hay que hacer un ejercicio para darse cuenta de que nada de lo que una exprese ni con su vestimenta ni con su obra creativa amerita que avancen sobre tu espacio personal. Hay una escritora uruguaya, Elena Solís, que tiene una forma de trabajar parecida a la mía. La acosan preguntándole si “le pasó de verdad”, una pregunta que entraña un menosprecio por el trabajo de escritura. Me sucede que, por ejemplo, en mi vida real tengo un diálogo con la psicóloga. Cuando salgo pienso “qué gracioso sería si yo le hubiera contestado esto y esto, qué graciosa sería una psicóloga que hiciera esto otro” y lo escribo. ¿Pasó? Sí… no… no sé. Además está el esfuerzo por darle una estructura, tensión, detalles narrativos. Digo, no es posible que una vida, la mía, más o menos tonta como todas, concite atención de los lectores si no hay algo más atrás.
Tu chica toma rivotril, lo necesita, y así visibiliza los tratamientos psiquiátricos sin prejuicios.
–Socialmente hay un estigma tremendo sobre cualquiera que necesite el apoyo de un ansiolítico. Se habla de “empastillamiento” cuando tomás un cuartito de 0,5 por día. Algo parecido a lo que sucede con lxs que consumen marihuana.
Escribís sobre las mujeres, la familia y el cuidado. A ella le toca cuidar a la abuela “chota” que nunca la registró.
–Es tremendo ese rol. Hay una situación de enfermedad y se da por sentado que son las mujeres las que van a cambiar el pañal. De todos modos… El otro día estaba grave el papá de una amiga, y su hijo de 19 pidió quedarse a cuidarlo. A mi amiga le daba no sé qué, pero nos fuimos diciendo hay esperanza, cambian los roles, o será que hace tanto que las mujeres se vienen esforzando por no criar machitos patriarcales.
Tu personaje, tan urbano, reconoce que hincha a los vecinos “cuando llora a la madrugada”. ¡Viva llorar!
–Llorar a veces es un poder. Yo lo veo a mi ex marido llorar y me desarmo. No debiera ser un poder sólo patrimonio de las mujeres. Coincidió que algunas reseñas decían que mi libro describía el universo femenino. Al rato dejó de gustarme esa definición. Lo interesante es que varios hombres me contaron que se veían reflejados en el conflicto de pareja que narra el libro, en ese tipo al que su mujer había dejado de desear físicamente y sin embargo insistía en conservar como compañero.
Si el libro tuviera segunda parte, seríamos testigas del duelo de la protagonista generado por el traspaso del mando presidencial.
–Sí. La novela empieza con su narradora impregnada de kirchnerismo, yendo feliz a comprar con Precios Cuidados, distanciándose de amigos que a la luz de lo que puso en evidencia ese proceso político se posicionaron en la otra vereda, y termina con el advenimiento del macrismo. Si hubiera parte dos (sigo escribiendo en mi muro), los temas que la ocupan hoy son la falta de trabajo, el corte de gas, la caída de espacios compartidos o algunas crónicas políticas en relación con ir a ver a CFK en sus apariciones. Y un enorme desconsuelo.
Escribís ficciones en Facebook. ¿Qué tal ese laboratorio?
–Los dos primeros años usé seudónimo, y eso me sirvió para ver si el trabajo valía por sí mismo más allá de cómo me llamara. Me honra y me halaga que circulen ahí los textos. Pero en definitiva, el borde es difícil. Ahora me encantaría escribir sobre algunas figuras familiares fuertes, pero siempre hay un despistado que lo toma literal y las exponés. Entonces reprimo. La escritura de ficción en el soporte de las redes sociales para mí condensa el proceso más rico (y menos contaminado) del acto creativo: la estetización de sentimientos por parte del autor - el movimiento de emociones que esa estetización produce en el lector - la catarsis en el sentido de que todos comentan lo que sintieron o que a ellxs también les pasó. Vivís el proceso completo en un par de horas.
Hace años hice propia una frase que me compartiste: “El vino no se prueba. La cuenta no se revisa”. ¿Cuánta filosofía te queda de un padre filósofo?
–Jaja. No, eso decía mi papá, le vendría de su familia de alcurnia. Yo pruebo el vino y reviso la cuenta, y eso si es que puedo ir a comer afuera.