Este lunes 3 de septiembre ocurrió el asesinato de Ismael Ramírez de apenas 13 años en la ciudad de Roque Sáenz Peña, Chaco y, al día siguiente, el martes 4, se proyectó el último capítulo de la famosa serie televisiva de “El Marginal II”, que trata la historia de un grupo de presos en un penal ficticio de Buenos Aires. ¿Qué tienen en común estos hechos tan distantes como la realidad y la ficción, como el adentro y el afuera (de la cárcel)? ¿Y cómo atraviesan esta sociedad que consume más y más violencia mientras sube los umbrales de tolerancia para que sea, si no aceptada, al menos naturalizada la muerte de un niño de 13 años?

Lo que se repite son las violencias (en plural). Las violencias de los pobres, los marginales, los que se defienden pero también atacan, porque la violencia se manifiesta allí donde todos los demás recursos han fallado. Las violencias de los presos, de las cárceles, de las calles y los saqueos. También la violencia del hambre. Pero sobre todo la violencia institucional.

La noción de “violencia institucional” permite echar luz sobre los ejercicios de poder discrecional, con o sin uso de la fuerza física, que agentes estatales aplican sobre quiénes ocupan posiciones de exclusión social. La violencia institucional es una práctica extendida en el tiempo, no es aislada sino sistemática (1). Puede distinguirse entre las prácticas de baja intensidad o gravedad represiva (el hostigamiento, como los verdugueos de la policía) y las prácticas de mayor intensidad o gravedad represiva (las torturas, los homicidios). Cuando la policía mata por fuera de una práctica legal, intenta revestir ese asesinato de legalidad, por ejemplo haciéndolo pasar como resultado de un enfrentamiento. Las víctimas son siempre las mismas, aquellas que esta sociedad ha construido e identificado como “matables”, pertenecientes a determinados grupos sociales que se conforman mayormente por jóvenes, varones, de sectores populares. Aun así la noción de “violencia institucional” amplía el concepto no solo a la violencia policial sino también a otras instituciones de encierro, como las cárceles pero también las instituciones de salud mental.

Vale preguntarnos, entonces, ¿por qué no todos los muertos logran constituirse socialmente como víctimas de violencia institucional?  Y en sentido podemos citar por ejemplo la movilización masiva por la desaparición de Santiago Maldonado ocurrida el año pasado. ¿Qué la hizo posible? O en todo caso ¿por qué no ocurre lo mismo por Ismael? En primer lugar, la movilización por Santiago ocurrió porque existe un sistema clasificatorio en nuestro país de que eso era una desaparición forzada y que no lo permitiríamos como sociedad. Pero además porque era una víctima con la cual podíamos empatizar.

Así, una parte de la sociedad justifica y celebra el asesinato de Ismael. Porque estaba en la calle, en un atraco o en un saqueo, robando. Y estallaron las redes mostrando imágenes (falsas) del niño armado. Entonces, entra dentro de la categoría de legítima defensa y, también, de “matable”. Por eso tenemos que volver a repetir, que para que se configure como legítima defensa tiene que correr peligro la vida del que se defiende o de terceros. No la propiedad privada.

La misma sociedad que justifica el asesinato de Ismael, celebra la violentísima serie televisiva de “El Marginal”, que en su segunda temporada redobló su puesta en escena de la violencia carcelaria en relación a la primera, donde aparecen, además de los presos, otros actores del “mundo del delito”: jueces, policías, autoridades, agentes penitenciarios y abogados. No es un documental, no tiene la pretensión de documentar (valga la redundancia), es una ficción. Sin embargo, colabora en la construcción y circulación de imágenes y en la creación de sentidos sobre sectores populares, el mundo carcelario y las violencias (Cozzi, 2018). Pero sobre esto se ha escrito mucho. Lo cierto es que la serie invita, al menos, a pensar un sector de la sociedad sistemáticamente olvidado: el de los presos.

El mundo de la cárcel es hoy un “mundo de pobres”. Pero no son solamente “pobres”, son los más vulnerables dentro de los pobres. La escala más baja de esta sociedad. Las razones de esta selectividad del sistema penal son múltiples. Lo cierto es que los habitantes de las cárceles son jóvenes, de los barrios “populares”, de las “villas”, son los desocupados, los excluidos, los marginales. Y aunque es poco común pensar la cárcel como un problema social, el mundo carcelario suele reproducir mucho del mundo exterior. Porque, como sostiene Rita Segato, no hay nada en el mundo carcelario, con los errores y excesos de todos sus actores, que no forme parte del mundo del afuera (Segato, 2003).

Eugenia Cozzi sostiene que: “Una de las críticas a la serie apunta a que sólo se muestran interacciones con una excesiva carga de violencia física, sin detenerse en otras formas de relacionarse. Muchas de las imágenes construidas de manera externa sobre el ‘mundo del delito’, reproducidas en medios masivos de comunicación, suelen estar ligadas casi exclusivamente a un despliegue desmedido de violencia mostrada como irracional, caótica, sin sentido y sin reglas. Ahora bien, algunos de los conflictos y secuencias que retrata la serie, en especial en la primera temporada, ¿nos permite pensar algunas dimensiones productivas de algunas formas de violencias, más que mera destrucción?, ¿nos permite visualizar que no se trata de un despliegue de violencia irracional y caótico; sino que, por el contrario, es un mundo profundamente reglado?”. Esto es un logro de la serie, pensar una violencia que está reglada, instituida e institucionalizada.

Pero una de las mayores críticas a la serie, decíamos, proviene de que no muestra otras formas de relacionarse, como por ejemplo los talleres culturales y de oficios y la educación formal que existen dentro de las cárceles pero también los lazos de solidaridad y los colectivos que se forman entre los presos. Sin embargo, hay que decir, por ejemplo, que el sistema penitenciario también aquí hace una discriminación, cuando excluye de muchas de esas actividades a los procesados (el 60% de los presos en la provincia de Santa Fe) contrariamente a los dice el Código Penal, porque no les otorgan estos servicios educativos y culturales, que están destinados a los presos condenados.

Otro dato que cruza la realidad con la ficción es que la serie fue filmada en el edificio de la ex cárcel de Caseros. Ideada durante el gobierno de Frondizi en 1960, la construcción quedó trunca, porque un informe del Servicio Penitenciario Federal alegaba la inhumanidad e inviabilidad del proyecto. Las obras fueron retomadas en 1969 durante el gobierno de Onganía, pero recién fue inaugurada el 23 de abril de 1979, durante la última dictadura militar, y fueron alojados allí presos políticos hasta después de la guerra de Malvinas en 1982. La cárcel hospedó presos varones hasta el año 2001. Es decir, la serie está grabada en un escenario que hasta hace poco tiempo fue una cárcel real.

La serie retoma, además, de manera simbólica, una historia menos advertida. La de los doce apóstoles. En el séptimo capítulo de El Marginal 2 el patio de San Onofre, los Borges y la Sub 21 recrearon la famosa obra “La Última Cena” de Leonardo Da Vinci, que representa a Jesús con sus doce apóstoles. Esto remite a un motín ocurrido el sábado 25 de mayo de 1996 en la cárcel de Caseros, protagonizado por 12 presos que habían intentado fugarse del penal de Sierra Chica el 30 de marzo del mismo año. Los doce apóstoles que intentaron lo mismo en Caseros dos meses después.

 

Por último, queremos pensar cómo son representados los agentes del Estado, a través de diversos tipos de intercambios y negociaciones entre las autoridades del penal, los penitenciarios y los presos, a partir de los cuales se permiten y promueven el desarrollo de diversas actividades que son delictivas pero también económicas. Una banda mixta de presos y guardiacárceles que opera desde dentro del penal y maneja las salideras, los secuestros, los negocios de las drogas, las internas y los contactos con el poder judicial, desde adentro. Otra semejanza con la realidad, ya que ha sido denunciado que los presos de Caseros salían a robar en complot con agentes penitenciarios. Pero también una trama mucho menos conocida: la de la participación, no solo como cómplice o como corrupción, de los agentes del Estado en los circuitos delictivos y la administración de las violencias. La violencia institucional que atraviesa este pacto ficticio de nuestra sociedad que se autorrepresenta un adentro y un afuera tan artificial como una serie de ficción.

 

Bibliografía: Cozzi, Eugenia (2018) “Pornografía de la violencia”, Revista Anfibia; Segato, Rita (2003), “El sistema penal como pedagogía de la irresponsabilidad”, ponencia en “Culture, violence, Politics in the Americas”, University of Texas, Austin, School of Law.

(1)La categoría de “gatillo fácil” no permite pensar la continuidad de estas prácticas, da la idea de un hecho aislado y no de una práctica sistemática, aunque en sus inicios permitió aglutinar demandas de justicia. Por otro lado, si bien la violencia institucional no se puede pensar como parte de un plan sistemático, sí se puede hablar de ciertos patrones sistemáticos de violencia institucional.

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