Él elogia sus ojos y entonces ella le pide un beso, álgebra imbatible para exhibir el desencanto de amor que soplaba la poética francesa cuando la Segunda Guerra pisaba los talones. Ella es Michèle Morgan y el que la besa, Jean Gabin, un asombroso prototipo, la virilidad del box y la inicialización de un Delon después. Romanticismo doliente y un cine a sus anchas. La actriz de sexualidad asertiva y el galán de carácter, barrizal de taquicardia en la platea, escondían besos de comisuras entre la ficción y la vida real y auguraban un destino que no fue, compatibilidad con el pesimismo de época quizás.
Michèle Morgan (su nombre era Simone Renée Roussel) no triunfó en Hollywood como otras actrices que cruzaron el océano y el tiempo silbó tacaño su nombre, sin embargo es una presencia eterna que el cine supo criar más allá de los estilos de moda y del lema de epitafio que ahora la nombra como la Ingrid Bergman que no fue. Para la mujer con estertores de Garbo, atisbo fatal de iris cristal turquesa, víctima de su belleza y del pánico que provocaba su cara perfecta, los años sesenta le fueron esquivos. Michèle era el afiche –los ojos del afiche– del cinéma de qualité (el cine sin renovación de mirada ¿broma ocular sin ironía?, el cine del realismo psicológico que la nouvelle vague despreciaba) y quedó afuera de los planos de Truffaut, Godard y Rohmer.
El suburbio de cuna parisina donde nació el día esencial de aquel año bisiesto era poco pero hubiera sido más útil que Dieppe (donde se mudó después con sus padres y de donde se escapó a los catorce para irse a París con su abuela, su fan primera y quien la llevó a estudiar teatro con René Simon, el fundador de la escuela de arte dramático Cours Simon) para que el flash de un periodista la descubriera y fuera tapa. Unos meses de extra, otros más de libreto con una sola frase y un par de roles de niña inocente víctima de hombres casados bastaron para que Morgan –la Juana de Arco de Destinées (1954)– se convirtiera en la estrella glamorosa que el público amaba y en la mujer modelo que sentían cercana aquellas señoras que hoy lloran también a Lella Vignelli.
Gabardina brillante y boina negra Chanel profundizan la insurrección de su sensualidad en el compás de espera entre escena y escena, reloj suspendido y guarida ideal para inmortalizar su frase de cabecera, “la tristeza es mi elemento”. Figura de otro tiempo para el catálogo del casting selecto, Morgan se alejó del teatro y del cine y se refugió en la pintura. Un pincel sostenido entre los dedos como si fuera una boquilla y una pose de revista Life marchita daban cuenta décadas después de los años dorados de la nueva vida de la mujer a la que un canto general de admiración aplaudía cuando era una adolescente reciente y se fotografiaba con Prévert y también cuando se convertía en Fabiola, figurita de colección casi troquelada, la hija de un senador que se enamora de un gladiador. En un intento certero por evitar que sus ojos claros sean la memoria única y que el slogan sea siempre la entrada que se consigue en boletería, Michèle Morgan espera en el espacio virtual –peripecia sagrada del cine en continuado– para que desmadejemos el recuerdo estatuario.