Hay una foto de Meryl Streep que se viralizó el año pasado y volvió a circular por las redes sociales en estos días. Ella está sonriendo, parada en un subte de New York. La leyenda que acompaña a la foto es apócrifa (no la escribió ella), pero se inspira en una historia real: Dino de Laurentis la rechazó para el protagónico de King Kong, en 1976, porque no era lo suficientemente bella para enamorar al gorila. Meryl es la mujer de las mil caras, la que te hace llorar, reír, bailar Dancing Queen o preguntarte por el sentido de la vida cada vez que se sumerge en un personaje como si fuera su única piel posible. La imagen cotidiana y angelical de Meryl condensa lo que representa esta actriz de 68 años, que estuvo 19 veces nominada a los Oscar y ganó tres veces la estatuilla. Ese premio que desvela a Hollywood y se expande por el mundo con el poder de penetración de ese relato casi único que la industria del entretenimiento impregna con balas en la pantalla (y en ese trámite justifica las que se disparan en lugares ignotos).
A Meryl Streep se la quiere de tanto haberla visto convertirse en lo que cuenta, hacerse parte de cada historia hasta meterla en los huesos de quien está del otro lado de la pantalla. Fue la inolvidable divorciada en Kramer vs Kramer, la desgarrada de La decisión de Sophie, la enamorada de La amante del teniente francés, la maléfica de La duda, la libérrima de Mamma Mía y otras cientos de mujeres. En 2012 fue la líder Emmeline Pankhurst en Sufragistas y sorprendió al decir en una entrevista –nada menos que cuando presentaba esa película sobre una gesta fundacional– que no era feminista sino humanista. ¿Tú también, Meryl?
A mediados del año pasado, al hablar en la Convención Demócrata, se refirió al coraje y la gracia de Hillary Clinton como una característica de las mujeres que “son primeras en algo”. Ella es una auténtica ciudadana estadounidense políticamente correcta.
Si hoy esta columna está dedicada a ella, una diosa de la que no somos ateas, es por su discurso en los Golden Globe, cuando recibió el premio Cecil B. DeMille a la trayectoria. Al igual que para buena parte del mundo (si se sabrá en la Argentina), en Hollywood -de mayoría demócrata- la inminente llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos sigue pareciendo una pesadilla, y seguramente lo será.
Como conjuro y advertencia que sabía se iba a esparcir por el mundo, ella alzó su voz disfónica. Y sí, habló desde su privilegio, se hizo cargo de él. Claro que es una multimillonaria. También es cierto que cuando ella dice que “la violencia incita a la violencia”, si es ejercida por personas con responsabilidad pública, está alzando la voz por millones de inmigrantes ilegales, millones de personas que en su país, especialmente (en el resto del mundo los volúmenes de violencia aplicados por Estados Unidos ya se conocen), serán afectadas de manera brutal por las políticas de Donald Trump.
Ella se erigió como contendiente del que la semana próxima ocupará “el sillón más respetable” de su país. Será porque sus palabras despertaron admiración en el mundo que Trump eligió responderle como mejor sabe el multimillonario, desde el desdén. La llamó “lacaya” de Hillary y actriz sobrevalorada. Pero claro, su respuesta es la de un payaso que en 2015 se mofó del periodista Serge Kovaleski, que sufre una discapacidad. Ese fue el episodio que Meryl cuestionó en su discurso, sin mencionar a Trump ni al periodista.
Meryl Streep es la actriz más premiada del mundo, sería tedioso enumerar todas las distinciones que recibió. Ella está en el vértice de la producción de sentido de este planeta. Su proclama en contra de la violencia, a favor de la diversidad, también es un grito que pueden compartir –aún con reservas– quienes quieren otro mundo posible. La configuración de ese mundo será ardua, seguramente, en esta época.