Tras su paso como película de apertura del último Festival de Cannes, realizado como cada año durante el pasado mayo, Todos lo saben, octava película del cineasta iraní Asghar Farhadi, llega a la Argentina despertando cierta expectativa. No se trata de que el tiempo haya retrocedido 20 años y que la patria cinéfila vuelva a estar sumida en la Irán–manía que provocó el estreno de El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami. El interés tampoco surge por conocer lo nuevo de un director cuya obra le ha valido los premios más importantes del mundo del cine, del Oscar para abajo. Ver juntos en la pantalla a la glamorosa pareja de Javier Bardem y Penélope Cruz podría tener alguna injerencia en el asunto. Sin embargo el verdadero motivo por el que Todos lo saben puede resultar una película esperada es, una vez más, la presencia de Ricardo Darín. Que si bien no es el protagonista, encarna la tercera pata de un trípode junto a los dos actores más populares de España.
Se han mencionado el paso del tiempo y el regreso al pasado: es ahí, curiosamente, donde se encuentra una de las claves que motorizan la historia de Todos lo saben. No por casualidad los títulos iniciales de la película corren sobre las imágenes que muestran, en detalle, los mecanismos que mantienen el perpetuo andar de un viejo reloj de iglesia. Una de esas iglesias de piedra antigua que ocupan el lugar más importante en torno a la plaza central de un pueblito de aspecto medieval, de los que abundan en el sur español y en el que, como una paradoja, el tiempo parece haberse detenido. Pero no: la marcha del reloj, que no ceja a pesar del herrumbre y el guano de paloma que se acumula sobre los engranajes, tiene todo el peso de una señal, un anuncio.
Hasta ese pueblo chico, su pueblo, llegan Laura y sus hijos, un nene y una adolescente, procedentes de Argentina. Acá es donde viven hace años porque ella se casó con un argentino, Alejandro, que no viajó con ellos por cuestiones de trabajo. Farhadi se luce mostrando la alegría del reencuentro de padres, hermanos, hijos y nietos, aprovechando de forma extraordinaria el efecto de la luz del verano al entrar de lleno en el pueblo, iluminando las casas, las habitaciones, las personas. El motivo del viaje es la boda de la hermana menor, acontecimiento que oficia además como espacio de otros reencuentros. En especial el de Laura con Paco, con quien se conocen desde chicos y estuvieron enamorados hasta que ella se fue a América. La forma devota con que se transitan los rituales y celebraciones, el perfil étnico de buena parte del elenco (sobre todo las mujeres): no hay mucha diferencia entre esta España que retrata Farhadi y el universo que se aprecia en las películas de su etapa iraní. Como si su mirada tuviera la capacidad de revelar el lugar destacado que el pasado moro tiene dentro de la identidad del país.
Desde lo narrativo también hay coincidencias con algunos de sus trabajos previos. Como en La separación (2011) o El pasado (2013), el peso de los vínculos emocionales, incluso aquellos que fueron cortados de manera abrupta y hasta los que se mantuvieron ocultos, son el disparador de la acción. El secuestro de la hija de Laura será el detonante que cuarteará las capas de tiempo acumuladas. Sus grietas descubrirán un infierno de mentiras, secretos a voces y apariencias, cuyo peso hará que la frágil felicidad familiar se venga abajo, reabriendo hasta los rencores más viejos. Será además el elemento que partirá la película al medio, poniendo de un lado un moderado thriller policial y del otro un drama que oscila entre la tibieza y el exceso.
Quienes vayan al cine sólo para ver “una de Darín” quizá no salgan satisfechos: el lugar del actor es secundario y su presencia no tiene el peso que podría. En Todos lo saben son Cruz y Bardem los que cargan con la responsabilidad de sostener el relato y cumplen con la tarea. Más allá de los aciertos en la construcción de un clima opresivo –sobre todo en la primera mitad, cuando la carga de lo no dicho sostiene la tensión del drama–, el film comienza a debilitarse cuando elige el camino de la palabra y el discurso, descuidando la marcha de la acción. En ese punto, cuando los secretos van revelándose, Todos lo saben pierde fuerza y comienza a crecer la sensación de que uno como espectador también lo supo todo desde el comienzo. A partir de ahí Farhadi apela más al impacto simbólico que al desarrollo del drama, como si de golpe hubiera dejado de confiar en sus mejores herramientas.