Un guardapolvo flota bajo el viento de la mañana. Es pequeño, de un blanco mitigado quizás por el polvo o por alguna lluvia. Alguien lo dejó colgado de una percha, a modo de ofrenda, como otrxs dejaron notas escritas con letra clara, de adultx o también, trazadas en una cursiva esmerada, temblorosa, infantil. Hay cartas que dicen “siempre te vamos a recordar”, “Sandra era la más querida de la escuela”, “los extrañamos mucho”. Otras exigen “Justicia por Sandra y Rubén”. También hay dibujos de Bob Esponja o de un tiburoncito que muestra los dientes, coloreados con lápiz. Al costado, cerca de la puerta, unas cuantas flores de plástico parecen un milagro nacido de la tierra dura. El guardapolvo cuelga de una reja, en la ventana de la Escuela Primaria número 49 “Nicolás Avellaneda”, de Moreno. A su alrededor se fue edificando un santuario donde el silencio se refugia mientras el sol sale de a ratos.
Ahí, el 2 de agosto pasado, a las ocho y seis de la mañana –14 minutos antes de que sonara el timbre de entrada– se produjo una explosión por un escape de gas. Murieron la vicedirectora del establecimiento, Sandra Calamano, y el auxiliar Rubén Rodríguez, que se desempeñaba como portero en la escuela pero además era profesor de carpintería en un centro de formación laboral cercano.
Lxs 400 alumnxs estaban llegando desde diversos puntos del barrio San Carlos II, donde la escuela funciona desde hace más de cincuenta años. “Yo iba de la mano con mi hija y de repente sentimos que la tierra temblaba”, dice una mujer. Otra, que vive a pocas cuadras, cuenta que los vasos y las tazas comenzaron a temblar en los estantes de su casa. Una maestra relata: “Me sonó el celular mientras estaba llegando. Era mi suegra para preguntarme si estaba bien. ‘¿Por qué, por qué preguntás eso?’, le dije yo. ‘Por lo que dicen en la radio, en la tele’, medio que me gritó desesperada. Y casi enseguida llegó el aviso por un grupo de whatsapp que tenemos lxs docentes”. El aviso en cuestión se expandió como el estruendo que sacudió toda la zona: la pérdida había hecho detonar unos tanques de gas y destrozó el ala izquierda del edificio de dos pisos. Pero eso no era nada comparado con aquello que ni vecinxs ni alumnxs ni docentes terminan de dimensionar aún ahora.
No fue un accidente: fue un asesinato, dicen una y otra vez.
Las pericias establecieron que se produjo una pérdida en un salón del primer piso y el gas se expandió hacia la planta baja, donde un ventilador había permanecido prendido para mitigar el olor a gas que lxs docentes venían denunciando desde hacía tiempo. Sandra intentó abrir la puerta, que se juntó con el oxígeno del exterior. “El ventilador funcionó como una suerte de ‘chispero’ que expandió el gas y precipitó la explosión”, explican lxs maestrxs. Al momento de la tragedia, en el lugar había seis personas.
Sandra tenía 48 años. Rubén, 44 (hubiese cumplido años el 22 de agosto).
Ella tenía (tiene) marido y dos hijxs. Él tenía (tiene) esposa y una hija.
Alguien que llegue desde Capital puede desorientarse un poco. En ese caso, se le puede preguntar a los dos chicos sentados en un kiosko de revistas cerca de Las Catonas, un grupo gigante de monoblocks al costado de la ruta 23. “Ah, querés saber cómo llegar a la escuela que explotó”, responde uno de ellos. Sí, la escuela que explotó.
En esa zona de Moreno, no hay redes de gas natural. “Es todo un problema que esté instalado eso de la explosión. Bah, no lo de la explosión, que es evidente, sino el hecho de que la escuela explotó por una garrafa. Es inexacto. En la escuela no tenemos garrafas domésticas sino de las que se llaman ‘chanchas’. Igual, imaginate el miedo que chicxs y también adultxs, tienen: estalló la escuela, se murió gente que adoraban. Y encima no saben cuánta seguridad existe en sus propias casas”, dice la maestra Cecilia Briasco Aparicio. Ella y su marido trabajan en la 49.
El 3 de abril, Sandra había escrito de puño y letra una carta elevada a Sebastián Nasif, el interventor del Consejo Escolar de Moreno, donde le indicaba que un gasista matriculado había aconsejado reemplazar el termotanque y la cocina industrial y arreglar el horno pizzero, entre otras refacciones imprescindibles. Por esa razón, el servicio de comedor estuvo suspendido dos semanas.
El miércoles 1 de agosto, un día antes de la explosión, la vicedirectora –que reemplazaba al director, de licencia tras un asalto– llamó una vez más al Consejo Escolar: el olor a gas estaba indicando peligro inminente. El Consejo se comprometió a enviar enseguida un gasista y no cumplió su palabra. Después ya fue demasiado tarde.
La escuela está ubicada en la calle Davaine al 1800, casi en la esquina con Félix de Azara. Davaine es una calle de cemento, quebrado por baches y pozos. Si no llueve demasiado, los colectivos pasan. Si no, hay que ir a tomarlos a unas diez cuadras. Las casas son bajas, algunas separadas por descampados. En muchas se nota el esmero por poner flores y pintura de colores en las fachadas; en otras el ladrillo está desnudo. Detrás de varias puertas hay pequeños negocios: kiosko “Las nenas”, pizzería “La mejor”, mercado “Miguelito”, parrilla “El Titi”.
Actualmente la escuela está cerrada y solo accede personal de Infraestructura enviado por el Ministerio de Educación de la provincia, que se está dedicando a hacer remodelaciones.
Enfrente, en la Iglesia Familia Cristiana de la Asamblea de Dios, hay una actividad febril.
Afuera, una fila de niñxs acompañadxs por sus madres esperan a ser llamadxs. Al otro lado lxs esperan sus maestras, acomodadas en banquitos que hacen equilibrio sobre el piso irregular del patio. “Dos veces por semana recibimos a lxs chicxs para supervisar la tarea que les damos en áreas esenciales como matemáticas o ciencias del lenguaje para garantizar la continuidad pedagógica”, explica la docente Briasco Aparicio. A ella se suma la profesora de teatro, Cintia Duarte. Las dos buscan un espacio donde haya un poco de sol que las proteja de un viernes frío, donde la primavera amagó con aparecer unas horas para desaparecer después. A comienzos de septiembre aún no hay primavera.
En Moreno funcionan unas 250 escuelas públicas. Solo recién después de la explosión, el Ministerio de Educación mandó inspecciones y el resultado es bochornoso ya que la mayoría de los establecimientos carecen de condiciones mínimas para garantizar su funcionamiento. “Las clases están suspendidas en todas las escuelas públicas de este partido. Fue una decisión consensuada por las comunidades educativas porque es tremendo que hayan tenido que suceder dos muertes para que nos miren un poco. Acá enfrente ves gente trabajando pero no sabemos exactamente qué están haciendo porque con nosotrxs, nadie del gobierno habló”, denuncian. También agregan que sería necesaria la intervención de los organismos ministeriales para declarar un estado de emergencia educativa que, en los hechos, existe desde hace rato.
Dos muertes, repiten. Dos muertes. Dos asesinatos. “Porque eran muertes evitables, por eso”, dicen. Debajo de sus guardapolvos blancos, llevan cintas negras con la inscripción “Justicia”.
Llega el mediodía y en el comedor de la iglesia evangélica, lxs chicxs reciben su almuerzo. En un galponcito lateral se acumulan bolsas con polenta, fideos, arroz, aceite y otros alimentos. Mabel Zerda, Soledad Segovia y Anabela Montes son algunas de las madres que formaron un grupo para gestionar donaciones. “Aún no tuvimos mucho tiempo de pensar en lo que pasó porque lo primero que hubo que hacer es organizarnos. Sandra era un poco el corazón de todo esto. Ella decía que la escuela tiene que ser un espacio de puertas abiertas a la comunidad. Nosotras no podemos ser menos, tenemos que honrarla a ella, a su memoria”, dicen mientras separan en bolsones la comida que cada familia pueda llevarse a su casa.
La 49 es una escuela de jornada completa, que brinda desayuno, almuerzo y merienda de lunes a viernes. También, los sábados, por iniciativa de Sandra primero y por empuje de las madres, ahora. “Salíamos del cementerio y nos empezaron a poner comida en las manos. No sabíamos bien qué hacer pero decidimos aceptarla porque la necesitamos. Acá armamos todo para repartirla de manera equitativa y que a nadie le falte nada”, agregan. Se arremolinan para conversar y sacar cuentas, para mostrar los papeles organizadísimos donde quedan asentados los movimientos de bolsones. Pero en cierto momento, se quedan mudas. “No sé qué vamos a hacer cuando nos caiga la ficha de lo que pasó”, susurra una de ellas.
Claudia Rodríguez y Liliana Páez son psicólogas y forman parte del Espacio de Salud Mental de las diversas unidades sanitarias del municipio. Si bien no están trabajando formalmente con la comunidad de la 49, se acercan a menudo. “Todo este movimiento que ves acá en la iglesia tiene por debajo una zona de mucho dolor que aún no se está nombrado. Es entendible porque apenas pasó un mes y la comunidad educativa tuvo que hacerle frente a demasiadas cosas”, dicen. Algunas personas comienzan a hacerles consultas informales porque necesitan hablar, sienten angustia, no saben cómo nombrar sus pesadillas nocturnas. Desde la explosión, cientos de chicxs no quisieron ni pisar la escuela. Otrxs no pueden dejar de ir a cada rato.
Y algo más: “Esta escuela estaba abierta desde las ocho de la mañana hasta bien entrada la tarde y eso le facilitaba la vida laboral a muchas mujeres. Pero con todo esto, tuvieron que dejar sus trabajos; muchos, en negro, para cuidar a sus familias”, enfatizan las psicólogas.
Sandra era la referente barrial que conectaba escuela y comunidad. Lo dicen las madres, lxs docentes y otrxs referentes que se toman unos minutos para hablar de la situación. Se quebró al medio la vida cotidiana de una institución educativa que es también espacio de encuentro y contención. Se quebró la vida de un barrio donde ahora faltan dos personas muy queridas y respetadas, muertas por la ineficiencia de un Estado ausente. Adentro de cada quien, algo también se rasgó. Pero no es fácil pensar en eso. “Es que el afuera reclama. Pero cada unx de nosotrxs tiene sus días. Sabemos que nunca volveremos a ser lxs mismxs”, dice una de las compañeras que ayudaba a Rubén en las tareas de cocina.
“Si hay algo que nos ha dejado esta tragedia es la idea de que podría haber ocurrido en cualquier distrito de Moreno. O del conurbano. O de cualquier lugar donde el Estado es muy necesario. Veníamos denunciando las condiciones de las escuelas del distrito de una provincia que, según nos informaron, destina solo el 1 por ciento de su presupuesto a infraestructura. El gobierno debería anunciar qué obras van a hacer, en qué plazos y no lo hace. No es posible dar clases con esta incertidumbre, sin condiciones óptimas de seguridad”, subrayó en declaraciones radiales la secretaria general de Suteba de la seccional Moreno, Mariana Cattaneo. Así, la dirigente gremial puso en evidencia que, en el contexto de lucha que lxs docentes llevan adelante hace meses, el reclamo que la gobernadora María Eugenia Vidal desestima no solo involucra mejoras salariales. Se trata además de respetar el derecho integral a la educación de miles de niñxs y adolescentes bonaerenses. Ese derecho incluye edificios en condiciones óptimas de funcionamiento.
En la movilización que se realizó el lunes 3, a un mes de la tragedia, unxs treinta mil personas y organizaciones sociales marcharon una vez más a las puertas del Consejo Escolar de Moreno en una jornada histórica que pocos medios visibilizaron. Entre los cientos de pancartas sobresalía uno con una consigna clara: “Vidal es responsable”.
En cuanto a presencia oficial, una semana después de la explosión, cerca de las cuatro de la tarde, cuando ya no quedaba casi nadie en la 49, apareció un señor que le dijo a lxs pocxs presentes que se llamaba “Gabriel”. Omitió el dato de que era el Ministro de Educación de la provincia, Gabriel Sánchez Zinny. El maestro Hernán Pustilnik lo reconoció. También, un grupo de madres. Todxs se acercaron a interpelarlo, a decirle que el Consejo Escolar se encuentra intervenido por irregularidades pero aún así envió un gasista a la escuela que no estaba matriculado. El señor subió a su auto y se fue sin dar explicaciones.
En un video de 2016, Sandra aparece frente al Palacio Pizzurno –donde funciona la sede del Ministerio de Educación de la Nación– junto a sus alumnxs para denunciar el vaciamiento del Programa Orquestas y Coros del Bicentenario. Se trata de un proyecto que acercaba la enseñanza musical académica a chicxs y adolescentes de barrios vulnerables. La 49 tenía su propia orquesta, de unxs setenta integrantes, que funcionó entre 2011 y 2015. En el video, Sandra pregunta: “¿Cómo podemos formar a nuestrxs hijxs en democracia y decirles que hoy está vigente un derecho y que mañana ya no y que nos tenemos que conformar con las migajas que alguien nos quiera dar?”.
Su pregunta queda flotando en el aire y deja tras de sí una estela ominosa.
Además de integrar la comisión de madres, Mabel Zerda se encargaba de coordinar asuntos logísticos vinculados a la orquesta. “Sí, antes de quitarnos a Sandra y a Rubén, nos sacaron la orquesta… La música es tan linda. Y para muchxs de nuestrxs pibxs, era un modo de salir de la calle, de pensar que podían tener otro futuro”, dice. Agrega que hay alguna propuesta gubernamental para que vuelva a funcionar. “¿Era necesario que nos maten dos amigxs para venir a darnos ahora lo que ya era nuestro?”, observa.
A pesar de la magnitud de la tragedia, hay una templanza llena de dignidad en la voz de estas mujeres que parecen incansables, que van y vienen mientras hablan, que se mueven como un ejército amoroso y compacto. “Es que juntas nos apoyamos”, explican, tan arracimadas como las flores de plástico en la puerta de la escuela.
Son ellas las que quieren mostrar el mural que un grupo de artistas urbanxs pintaron en la esquina de la escuela, con los rostros de Sandra y de Rubén. A cada lado, en un costadito, aparecen dibujados los perfiles de unos gansos. Se sabe, los murales cuentan la historia de quienes habitan un lugar y muchas veces llevan cifradas memorias que las personas de afuera desconocen. “Los gansos son nuestros protectores”, afirman las mujeres con total seriedad. La historia es simple: en el barrio hay muchos corrales y los gansos se escapan, se van a la calle, cruzan las veredas, siguen a lxs chicxs como perros emplumados. Estuvieron el día de la explosión y no se asustaron. Así que se merecen el espacio que tienen sobre la pared.
Por ahí cerca va y viene entre alumnxs Marcela Corbalán, docente de la escuela desde hace veinte años. Ella conoce bien la historia de este barrio, que comenzó siendo zona de quintas. Sin embargo, evita hablar en singular. “La gente del Ministerio quería que empezáramos las clases el 21 de agosto en media escuela, con 160 chicxs en el comedor, un baño químico… uf”, enumera. “Mientras tanto, Infraestructura hace obras. Pintaron todas las paredes de ese amarillo patito que ves. Las paredes tenían otros colores. Los habíamos elegido entre todxs, con Sandra: rojo subido, amarillo taxi, anaranjado… Pero nos vinieron a decir que es mejor si lxs chicxs vuelven a una escuela ‘distinta’. No nos preguntaron qué pensábamos. Ni saben que esos colores chillones los elegimos entre todxs”, dice. Y agrega: “Pusieron pizarrones nuevos, además. Está bien pero todo esto tiene un sabor amargo porque estas obras costaron dos vidas. Vos decime, ¿cómo hacemos las maestras para explicarles a lxs chicxs estas muertes evitables? ¿Las escribimos en el pizarrón?”.
Marcela no tiene problemas en salir en una foto, frente a la escuela. Pero quiere que se vea el guardapolvo, decorado con animalitos, que sobre su pecho parecen a salvo de todo naufragio. Flaca, de una elegancia discreta, le pide a alguien un pañuelo que lleva estampado el rostro de Sandra y Rubén. Se lo ata alrededor del cuello y su cuerpo recupera un gesto altivo. Ese pañuelo es talismán justiciero porque lo lleva alguien que sabe amar. Y defender lo que ama.
Al lado de la escuela, sobre un paredón que da a un descampado, hay una pintada que dice “Lucha por la igualdad de todes”. De todes, literalmente. Un poco más allá, un santuario rojo sangre del Gauchito Gil ofrece protección a quien la pida. Mientras avanza la tarde, en alguna casa cercana se escucha el ladrido de unos perros, el cloqueo alarmado de unas gallinas. Un grupo de gansos huyen en estampida y aparecen en la calle así, de improviso. Como si vinieran de la nada.