Usted puede creer que en un país como este, con tanta historia de niñes raptades y desaparecides, ella tomaba a sus nietes cuando sus padres no se daban cuanta o les encargaban a su cuidado, y les llevaba a bautizar a Santa Rosa. Dicen que lo hizo con seis criaturas. Las del medio, porque las primeras ya estaban bendecidas, y con las últimas el cura había puesto el grito en el cielo, convencido de que Dios lo veía todo. Y como buen becerro del señor calmó su culpa negándole el encuentro y acusándola de pecadora. Pero yo creo que el hombre de sotana se arrepintió porque ya no estábamos en dictadura sino en democracia y  entrando en los años noventa y esa práctica estaba demodé.

Sabe usted, yo fui la última de les bautizades en pecado. Pero de eso me enteré mucho después, cuando cumplí quince. Mi tía-abuela pensó que ya era mayor para compartir conmigo su evangelizador secreto. Me lo comunicó un día mediante un papelito barato y mal escrito, con letra de profesora de primaria que decía mi nombre, algo de dios que no entendí y un dibujito de cruces y rosas. Dijo: esta es tu garantía de bautismo, no la pierdas, te salvé del pecado original, no vaya a ser que te mueras cargándolo por toda la eternidad. En ese instante, pensé que había sido todo un acto de amor de su parte porque, si bien yo no creía en dios, no fuera a ser que existiera y por culpa de mis ateos padres tuviera que pasar la eternidad en el limbo. El limbo que tanto me asustaba porque, según mi abuela, estaba lleno de almas de bebes desnudos, muertos o abortados. Podres almas dejadas para siempre ahí, en un stop eterno, sin conocer jamás la bondad del cielo, ni las tiernas llamas del anaranjado infierno. Detenidos por siempre jamás en la nada, sin pasado, sin futuro. Aún peor: sin presente, en un cubo blanco, en un no lugar, ni cielo, ni tierra, ni hades, sin juicio.

Luego supe que yo no había sido la primera sino la última. Y que me habían antecedido por lo menos dos primos, Armando y Manuel. Que mi mamá ya lo sospechaba, al igual que mis tías, y que lo había confirmado el día que me entregaron el papel. Pero a ella no le molestó, como pensé que lo haría dado su registro ético en todos los planos de su vida: atea, socialista revolucionaria hasta la médula como era. Mi papá no opinó sobre el tema. Era cosa de mujeres, íntima y personal. Un pequeño detalle que no interfería en su pública y ajetreada vida militante. Además, ponerse en contra de mi tía-abuela ya le había costado caro. Una vez él se había indignado con ella porque se enteró que me había hecho hacer una placa del hueso de las muñecas para ver si cuando pegara el estirón iba a seguir siendo flaca. La cuestión era ser la “prima ballerina” de una compañía de ballet o, al menos, acceder a presentarme al Colón de Buenos Aires. Flaca, decía ella. Tenía que ver si luego de que pasara ese estado intermedio de mi crecimiento, yo tendría unos doce años y una piernas que se volvieron enormes, mi cuerpo recuperaría la flacura infantil que había perdido, y eso, supuestamente se descubría mediante un hueso que no se tenía que haber cerrado en las muñecas. Verdad o no, mi papá, al igual que el cura, puso el grito en el cielo, y le dijo a la tía que era una arpía y que tenía que dejar a la niñez en paz. Ella como represalia le dejo de planchar la camisas durante dos meses.

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