Esta compañía tal vez existió y, si de exploraciones exóticas se trata, será difícil encontrar un guía más virtuoso que Marcos Montes. La morbosidad en él es una estética cuidada y ese guiño que ofrece a la platea, del que todo lo sabe, lo convierte en un narrador astuto como si estableciera un dominio calmo sobre lo que va a suceder.
Pero como en esta obra la mano maestra es la de Alfredo Arias, la iglesia italiana que a fines de los años sesenta albergó a la compañía Doriglia- Palmi deviene expresionista. De allí surge una monja que en la composición de María Merlino parece escapada de un film alemán de los años veinte. El blanco y negro que enamora a Arias es en Merlino la forma en la que Bianca Doriglia continúa su actuación fallida en el camuflaje de los hábitos. Merlino le da una fragancia cortante, magnética. La estruja para sacar de esa criatura la raíz de su histrionismo, mientras la ofrece como si la fuera rebanando al detalle en cada texto.
El delirio ha comenzado. Los recuerdos que Carmelo saca de esta actriz mojigata que ha llevado el decoro a la extravagancia del fantoche, sirven en la dramaturgia de Arias y René De Ceccaty para que el teatro se vuelque sobre sí mismo. Como si hubieran mezclado las piezas y empujado a los intérpretes a establecer variaciones sobre el tema elegido.
Entonces el telón brilloso empieza a palpitar, porque lo kitsch es aquí materia sagrada. Alejandra Radano es una Salomé roja y muy tapada, por cierto, porque la danza de los siete velos ocurrirá entre bambalinas. La comedia que esta compañía inspira no se reduce a la sátira. Radano indaga sobre la oscuridad que se esconde en la voluntad insistente de estos actores y actrices por el ridículo y, al igual que el resto de sus compañerxs, lo hace con ese amor que toda patrulla perdida del teatro despierta. Por eso el vestuario de Pablo Ramírez es una pieza dramática en sí misma que le da belleza, intensidad y magia al fracaso de estos seres fellinescos.
La hija que se lucía en los apagones se presenta como una mujer espléndida cuando Carlos Casella se deleita al contarle a la madre que se insertó un pito y ahora puede cogerse a sí misma. Después canta New York, New York como si la naturaleza misma se hubiera sublevado en ella entre tantas aplicaciones y siliconas, entre los cambios en la pigmentación de su piel para romper con su performance la castidad de Bianca.
Los cuatro intérpretes convierten Divino Amore en un ejercicio atlético donde prueban sus destrezas en el desvarío de una trama que se cuenta en esos cuadros musicales donde ellxs actúan de un modo tan intrépido que hacen del canto el lugar donde se resguarda el verdadero conflicto.
Si alguien buscara un ejemplo de lo que es un artista tendría que escuchar a Radano en su versión de “Como una ola”. Un tema que puede resultar tan cursi como encantador (porque el melodrama siempre tiene ese tinte vergonzoso de la exageración sentimental) aquí es llevado a un lugar insospechado. Y no se trata solo de la potencia de una voz sino de la capacidad para emocionarse, identificarse con la letra y, al mismo tiempo, poder establecer una distancia donde Radano parece dejar entrar la ironía. No para desestimar ese brío amoroso de la letra sino para sostenerlo como antagonista.
En Divino Amore el teatro es intromisión y mezcla. Es la fiesta del decoro interrumpida por esa sexualidad nueva y barroca que encarna Casella y es la persistencia de actuar para un público que te odia, que prefiere fornicar en los mingitorios y crear allí, en ese ámbito relegado, la verdadera comedia humana.
Divino Amore se presenta los viernes a las 20 y los sábados y domingos a las 19 en el Teatro de la Rivera. Av. Pedro de Mendoza 1821. CABA.