Ansiedad, nervios, mucho piberío. Se notaba entre los comentarios y apuros repentinos del ingreso una intensidad creciente, el público se avivaba paulatinamente. Durante la espera –breve, por cierto, el show comenzó alrededor de las 21.20- resonó reiteradamente el “hit del verano” (y del otoño, invierno, etc.), en defensa de la educación pública. En suma: Charly García como Torre de Tesla, como cuerpo eléctrico que magnetiza, en donde todo confluye y se revuelve. Y de paso: Nikola Tesla también es David Bowie (en la película El gran truco). Entonces Bowie es García, y viceversa. Vale decir, son pocos los músicos que congregan de manera semejante, mientras concitan la atención generacional, política, musical, de su(s) tiempo(s).

El comienzo mantuvo esta sintonía, porque los versos simples de “El aguante” ya son semántica a la que se apela en tiempos tristes. Ni qué decir cuando lo que siguió fue “Instituciones”. Vale decir, las letras de García adquieren siempre un lustre refulgente, habituadas como lo están a habitar momentos históricos varios. Las estrofas apropian lo que se respira, las canciones revitalizan lo que tocan. La magia de Charly García, entonces, está intacta. ¿Cómo explicar el telón erguido, las iridiscencias eléctricas de la Torre, con la efigie de García ahora sentada en un sillón mullido que le acuna, de donde asoman como garras sus manos de luciérnaga creadora?

Además, el diálogo entre las canciones y las imágenes de cine resultaron sorprendentes. “Cerca de la revolución” (coreada desde el dolor y el grito actual) tuvo la compañía de El increíble hombre menguante, la obra maestra de Jack Arnold: el personaje diminuto, su pelea con el gato, con la araña, en camino a esa interioridad que lo devorará y hará renacer. La Torre de Tesla, a su vez, dividió simétricamente el escenario. Dos pantallas replicaban espejadas la misma imagen. ¿Cuál el derecho? ¿Cuál el revés?

El viaje astral de 2001: Odisea del espacio dio correlato a “La máquina de ser feliz”. Con forma de un pez, nadando en mares de Ravel, la utopía kubrickiana tuvo nueva banda sonora. Todo es posible en el mundo electrificado, de armonía analógico-digital, propuesto por García. Por eso, cómo no sorprenderse ante el impacto que el King Kong de 1933 todavía impone, con su amor de bestia stop-motion, mientras la canción de mismo nombre lo acaricia.

Pero comenzaron los intervalos. Fueron cuatro. García lo daba a entender de modo elusivo. No quedaba claro qué sucedía. Dos canciones y el telón bajaba. Otra canción y de nuevo. La cadencia del show se desmadejaba, repartida entre la adrenalina de “No llores por mí, Argentina” (“heridas que no paran de sangrar”), el blanco y negro de “Lluvia”, el contagio de “Believe”, y el reposo final de “Shisyastawuman”. Sin embargo, García continuó. Y entre esos temas incluyó la belleza triste de “In the City That Never Sleeps” junto a la espontaneidad beatle de “With a Little Help From my Friends”. Un momento alto lo supuso “Cuchillos”, en donde las imágenes de Mercedes Sosa inundaron todo de afecto.

Fue evidente que no se quería dejar de tocar, pero había algo que obligaba. Las presunciones entre el público sospecharon problemas técnicos, de sonido, por ese control y oído absolutos tan conocidos. La cercanía de Rosario Ortega con el músico durante el último tramo daba a entender algo distinto: atenta siempre a lo vocal, sin embargo parecía cuidarlo. Lo protegía.

Tras poco más de una hora de show, media sala esperó paciente bastante tiempo más. Hasta que una voz -de alguna ramificación eléctrica tesliana- avisó solícita que Charly García no estaba bien, que mejor cuidarlo, que había dejado todo en el escenario. Quedó un gusto extraño. Pero también la claridad de que no había sido ningún destrato. Alguna vez, Fito Páez dijo que Charly García se ofrendaba de manera desgarrada. La Torre de Tesla rosarina lo mostró así: ofrecido y aferrado a lo que ama.

¿Cómo dice? ¿Cuántas canciones se escucharon? Perdón, ¿eso realmente importa?